La historia de Alex de La Naranja Mecánica es probablemente una de las más conocidas. Ya sea en novela o por la famosa película de Stanley Kubrick, su obsesión por la violencia y la forma radical con la que la sociedad decide curarlo ha dado la vuelta al mundo; y ahora en teatro, es una experiencia completamente diferente.
Con un elenco de ocho (siete hombres y una mujer, muy representativo de la masculinidad tóxica de la que se alimenta el mismo Alex), los actores se van turnando para hacer distintos papeles e interpretar a toda una sociedad completa con sus médicos, sus políticos, sus sacerdotes y sus delincuentes.
Todos excepto Leo Deluglio. El actor argentino permanece en la mirada perdida de Alex desde el principio y hasta el fin.
Anthony Burgess, escritor de la novela que lo originó todo, también fue el encargado de la adaptación a teatro, y de incluir espacios musicales que nacen de las mismas sinfonías de Beethoven y que convierten a La Naranja Mecánica en un espectáculo sui géneris, ni musical, ni tradicional.
La historia de Burgess permanece tan poderosa en teatro como en las páginas de un libro y en celuloide. El relato de un hombre que no puede saciar su sed de violencia y cuyo compás moral parece estar completamente distorsionado, que luego de pasar por el Método Ludovico para curarlo, acaba completamente condicionado (como perro de Pavlov) a reaccionar de manera enfermiza a todo aquello que resulte cruel y sangriento, y como efecto secundario, también a la música de Beethoven que tanto ama.
Burgess hace una crítica no sólo a la violencia como método de satisfacción de nuestros instintos más primitivos, pero a la doble moral social, y a los métodos de control y manipulación usados por el gobierno, que en tiempos de política surrealista como la que se vive en México y en el mundo, resulta dolorosamente atinada.
La adaptación, sin embargo, borra por completo el lenguaje específico de los «drugos» (nombre que se dan Alex y su grupito de amigos) que resulta tan importante en el texto original al momento de construir el mundo aislado de Alex y que permite entender su forma de pensar como algo alienígena; y en su lugar ofrece una locución en voz de Deluglio que se escucha apagada y sin emociones, y no ayuda a transmitir el mensaje de Burgess como uno potente, y sin el cual, la obra camina la delgada línea entre lo súper violento con propósito y lo denunciable.
Manuel González Gil (director) se rodea de un grupo de actores, en su mayoría, camaleónicos, que no sólo se van transformando en una variedad de personajes, y cantando mientras lo hacen, pero que además ofrecen necesarios matices de drama y comedia que esta versión de La Naranja Mecánica necesita equilibrados para no caer en la bruma de lo denso.
De ellos, Antonio Alcántara, Alfredo Gatica y Solkin Ruz se presentan como los actores que tienen dominado el escenario y a los que es imposible quitarles la mirada. Antonio y Solkin no tienen ni siquiera que hablar cuando están en los tirantes de los drugos para resultar absolutamente perturbadores, pero además Antonio como gendarme de prisión es una absoluta bomba de diversión, Solkin como Ministro es el que termina de darle ese peligroso carisma a un personaje en verdad oscuro, y Gatica, entre sacerdote y borracho se va transformando de manera irreconocible frente a nuestros ojos.
Leo Deluglio es físicamente un Alex perfecto, incluso con esa mirada vacía tan difícil de decifrar del personaje que cuando es llevado a la locura se deja ir en gritos y convulsiones al punto en que es difícil no retraerse viéndolo; pero, cuando le toca regocijarse en escupitajos de violencia psicológica, se queda corto y hasta serio, en diálogos que le permitirían jugar con todo el cinismo del que fuera capaz, y que toma de manera demasiado estudiada como para verlo disfrutarlos como los disfrutaría Alex.
Aunque González Gil aprovecha la libertad creativa que un texto como el de Burgess permite en su creación de personajes, vestuarios y luces repulsivas; su trazo y escenografía no terminan de llegar a ese lugar lúdico con el que Kubrick sí juega en cine y que permite ilustrar la distorsión grotesca del mundo que Alex habita. Y en específico, los páneles, paredes y andenes que se usan como ambientación resultan torpes para las transiciones (que se vuelven lentísimas y cansadas), de apariencia barata, y muy poco estéticos en comparación del mood que todo lo demás deja bien montado.
La Naranja Mecánica es un clásico, y el texto de Burgess uno importante de escuchar, especialmente en tiempos de #MeToo y en los que en redes se aplaude el suicio y la violencia; y el descubrimiento de ciertos talentos entre el elenco resulta de lo más satisfactorio. La Naranja Mecánica de Sergio Gabriel no se conduce en compaces precisos como una sinfonía perfectamente orquestada, pero en su eventual cacofonía no deja de ser un espectáculo diferente que se disfruta estruendoso y altisonante… más quizá como un Brahm que como un Beethoven.
La Naranja Mecánica se presenta de jueves a domingo en el Teatro Wilberto Cantón de la SOGEM.