El secuestro del hijo de una ex pareja expone que hay muchas maneras de estar secuestrado: por el pasado, por un resentimiento, por la desconfianza. Aquello que se cuelga a nosotros y nos encadena para no permitirnos escapar y seguir con nuestras vidas. Para la pareja al centro de La Negociación recuperar a su hijo es la misión, pero soportar la convivencia del uno con el otro es el verdadero crimen.
Flavio González Mello (director y dramaturgo) entrega una comedia que rompe por completo con el dramatismo y la tragedia insuperable del secuestro al volverlo un oscuro pretexto para el reencuentro de una pareja (Mariana Gajá y Moisés Arzmendi), que luego de años sin contacto tras su separación, se ven obligados a habitar el mismo espacio por días, malabareando la tensión en un intento por priorizar a su hijo adolescente por encima de las ganas de lanzarse a la yugular del otro.
En medio de ellos se encuentra el inocuo negociador (Enoc Leaño), un hombre contratado por la pareja para recuperar a su hijo, o la mercancía, como le llama él, con el menor impacto económico posible para los padres, bajo el entendido que, de cualquier manera, se gastarán millones que, por supuesto, no tienen, y que conseguir sólo pondrá a prueba de manera extenuante lo destructivos, traicioneros y pasivo agresivos que pueden ser el uno con el otro.
Una comedia inteligente vista desde la perspectiva de una franca tragedia para dos personas cuyo impulso rencoroso es mayor a su capacidad de hacer equipo en caso de emergencia. Y eso es precisamente lo hilarante de La Negociación. Mariana Gajá y Moisés Arizmendi habitan de manera absolutamente seria el drama del suceso, pero esos escapes de reclamo y cinismo que les brotan casi como Tourettes son los que provocan carcajadas. La imposibilidad de dos seres que ni remotamente le han dado la vuelta a la página de pausar la batalla y encontrar tierra en común.
Comedia que se exponencia mientras cada uno de los tres que se han vuelto roomies en un departamento que también los tiene secuestrados a su modo, comienzan a soñar con violentas posibilidades de reacción de los otros que terminan en extremos escenarios; y que se va haciendo aún más absurda conforme los papás inconscientemente empiezan a tratar al negociador, que se la pasa jugando videojuegos en lo que esperan las varias llamadas de los secuestradores, como un hijo, reclamándose el uno al otro que lo dejan hacer lo que quiera y no le ponen límites. Disasociando su vida fuera del departamento que, racionalmente, ya es otra, y regresando a una dinámica del pasado que en su momento fue síndrome de Estocolmo.
Más allá de actuaciones muy certeras de gran comicidad y perfecto timing, González Mello no deja de jugar también con lo ridículo de la normalización de la violencia y el crimen más horrible en México. Entrenándolos para tratar con secuestradores, el negociador ataca e insulta a los papás para endurecer su piel, y del lado de las butacas todo es tan aprobatorio, obvio incluso, que no deja de ser impactante lo muy anestesiados que estamos ante la realidad terrorífica de un país que ha hecho de la noticia de una abducción un pan de cada día. Espectadores y personajes reciben el secuestro como un evento extraordinario, sí, pero no por eso irreal y apabullante, sólo meramente talachoso y molesto.
A lo ingenioso del texto se le suma un trabajo musical que mezcla soniditos fácilmente reconocidos de Mario Bros, el ruido de turbinas de avión, ringtones de celulares y distintas variaciones en cadencia de una misma melodía transitoria para hacer de esta tragedia familiar un juego de arcade y de estrategia para llegar a la meta final, donde Bowser no es precisamente aquel que robó a la princesa Peach (el hijo, digamos), el último enfrentamiento es con el punto final que da cierre a un ciclo que tal vez de inició no debió de haber ni comenzado.
La escenografía, originalmente realista, que simplemente nos ubica en la sala y comedor de un departamento, tiene un momento bello y mágico celebrado con vocales reacciones del público, muy merecidas, y la iluminación usada directamente en las esquinas superiores durante las transiciones temporales, hacen de este lugar una cajita que es su propio micro-cosmos secuestrante. Habitable de manera constreñida casi como un experimento de laboratorio, la dinámica sangrante de esta pareja se ve simbolizada por un cuadro eternamente presente en la obra, pero no completamente a la vista, de manchas rojas como catsup que ninguno de ellos es capaz de simplemente dejar ir.
Hay diversión y algo simple pero brillante en La Negociación. Uno ríe de lo que eventualmente recapacitamos para descubrir que es poco risible fuera de la ficción, y entiende a cada uno de estos personajes que a su modo agrio y agresivo tienen muchos puntos jugando a su favor. Rencores con los que podemos empatizar o que en el peor de los casos hasta hemos experimentado en carne propia. El secuestro de un hijo eternamente invisible para el espectador, que en otras tantas historias hubiera derramado lágrimas crueles, en La Negociación se transforma en un cuchillo con doble filo hacia el enemigo en común y el aliado que de forma descarada crea instantes de desvergonzada carcajada.