La poco conocida etapa de Frida Kahlo como maestra en «La Esmeralda» le da foco a las historias ficcionalizadas de los estudiantes de pintura nombrados «Los Fridos» a los que a la manera del señor Keating en La Sociedad de los Poetas Muertos, esta profesora de modos poco convencionales les cambia la vida desde el amor por la docencia y una visión particular sobre el arte.
Como un collage de recuerdos en pedazos que arman un panorama sin convertirse jamás en una imagen completa, y trabajando desde el espacio vacío, no sólo en la escena, pero en la narrativa que salta cronológicamente para presentar sólo pequeños instantes en las vidas de Los Fridos y su maestra, el ingrediente principal de la obra (escrita y dirigida por Clemente Vega) es la nostalgia.
A momentos contada en primera persona por alguno de los alumnos, a momento una escena contenida en sí misma, el hilo narrador de esta historia no es Frida Kahlo, si bien su presencia permea absolutamente todo el montaje, pero las subtramas de cada estudiante que en un momento clave de transformación en sus vidas usan esta etapa, que pudo haber sido pequeña pero impactante, para encontrarse a ellos mismos de diferentes maneras.
Así, lo que comienza con resistencia porque los alumnos no están de acuerdo con la llegada de Frida Kahlo como profesora suplente, poco a poco se convierte en una relación entrañable; y la maestra de modos severos y palabras cándidas -quizá demasiado- se vuelve mentora y amiga para uno que pierde su casa y le da asilo, una que se enfrenta con un embarazo no deseado y le ofrece consejo, uno que se descubre no pintor sino médico y le da redención, otro enamorado de un hombre que no va a salir del clóset y le da perspectiva, y uno último incapaz de soltar los grilletes de su familia al que ofrece libertad.
Clemente Vega usa su escenario como lienzo en blanco. Un escritorio, sillas y cinco caballetes conforman un montaje de visuales minimalistas que permiten que sean los actores los que pinten la escena, y en una obra texturizada por tonos sepia que otorga una sensación cálida y antigua, sean los vestuarios de Frida los que otorguen acentos de color y la coloquen a ella por fuera de la paleta donde habitan los demás. Donde ella juega por sus propias reglas y pinta fuera de las rayas que los demás tienen delimitadas de concepto.
En ese espacio mayoritariamente negro y con un arco desgregado que les obliga a estar en presente, son los actores los que terminan por brillar de manera genial, especialmente el elenco joven, Los Fridos, que se reparten el drama, la simpatía, el corazón y el carisma por partes iguales para llenar la puesta de personalidad entrañable. Gente como Bobby Mendoza, Jorge Viñas o Fabiola Villalpando que nuevamente tienen oportunida de demostrar ser una generación de actores jóvenes que se están devorando al teatro mexicano, y otros como Mario González Solís que resulta una bellísima revelación de timing preciso con uno de los personajes más encantadores del montaje.
Mónica Bejarano como la misma Frida Kahlo tiene momentos de solidez y otros de desatino. Habiendo construido un personaje grande de voz y modos específicos, que transforman a Frida un poco en una caricatura de sí misma, Bejarano se encierra entre muros que de pronto le resultan difícil disminuir, especialmente para escenas más pequeñas o emotivas, que restringen a su Kahlo en una sola nota, construcción que es poderosa para ciertas escenas clave, pero que en otras se queda trabada en un personaje de poca maleabilidad.
El texto de Clemente Vega no es uno enteramente desconocido y deriva de clara manera de otras tantas historias que conocemos de maestros inspiracionales. Desde La Sociedad De Los Poetas Muertos y hasta Good Will Hunting, pasando por la mucho más burda School of Rock, Clemente pinta la figura del profesor como ese mentor capaz de ver el panorama mucho más amplio que sus jóvenes pupilos, y entendiendo que las reglas están ahí para ser cuestionadas, navega por le delgada línea entre lo anárquico y lo confrontativo con propósito. Y consigue llenar su historia de ternura y definitivamente una sensación de calidez en el pecho que sólo puede venir del retrato de la bondad.
Dividido por las historias de sus Fridos, Clemente le ofrece inevitablemente más espacio a unas que otras, y explora de manera más intensa el conflicto queer de dos de los estudiantes, que termina por ser la subtrama más preponderante, por encima de la difícil decisión de la única alumna mujer (durapara la época) de abortar al hijo del hombre que ya no la ama y la ha dejado. Finalmente el cuadro se termina por pintar por completo, pero no en partes iguales, y sí permanece la sensación de haber tenido oportunidad de conocer a algunos Fridos mejor que a otros.
Para ser su segundo texto y dirección, Clemente Vega vuelve a demostrar que es una de las figuras más relevantes de una nueva ola de teatro mexicano por creadores jóvenes, y que ya tiene una voz y un estilo que llamar propios. Una manera de crear figuras y una atención por las historias comunes, sencillas pero emotivas, que nos hablan de lo humano no desde la tragedia o el melodrama, pero desde un día a día, una normalidad que no deja de ser representativa de nuestra condición como seres incitados por las emociones, las pasiones, los miedos y la nostalgia.
Uno pensaría que a Los Fridos uno acude por Frida Kahlo, finalmente siempre será un personaje intrigante de nuestra historia con vivencias, retratadas por ella misma primero que nadie, que nos resultan difíciles de dimensionar en su enteridad; pero aquí ella es un catalizador, el color primario en el oleo, pero son los alumnos el verdadero lienzo y píncel que terminan por develar un cuadro bello que podemos visualizar con todos sus destellos, y como a Frida le hubiera gustado, uno que desnuda las capas para permitirnos ver un corazón palpitante y de pronto herido que se encuentra debajo.
Los Fridos se presenta todos los jueves a las 8pm en Foro Lucerna.