Un cuento de terror que se siente profundamente mitológico y referencial de un cine de horror clásico, creado a partir de efectos prácticos -cosa que se agradece-, ambientes de una nostalgia tenebrosa, y personajes de malicia contenida. Con Mal de Ojo, Isaac Ezbán (director) demuestra su profundo amor por el género.
Para inaugurar el tiempo de brujas, Isaac Ezbán se sale de su acostumbrado estilo twilight zonero para escarbar entre el lore de los pueblos veracruzanos y la hechicería caribeña, y estrenar su primera película enteramente de terror puro, para la cual crea una mitología concretísima, completamente folclórica y perfectamente armada para sentirse nacida de leyendas rurales reales.
Tan asequible en muchos sentidos, que con un tratamiento menos oscuro, la idea de los Bakas que conceden deseos, la piel que las brujas mudan, la sal como remedio para acabar con ellas, calabazas gigantes que ocupan como cofres, o tijeras abajo de la cama para protegerse de que le chupen la sangre a los niños a través de los pies, bien podrían formar parte de un universo incluso infantil de la visión de estos seres míticos. Como lo ha formado la escoba, el gato negro y el caldero. Está tan bien armado que es creíble, y posteriormente transportado a una cinta más adulta, que mantiene una cierta nostalgia de los miedos de infancia.
La leyenda cuenta que tres mellizas en aras de salvar a una de ellas de una enfermedad que la ha ido disminuyendo poco a poco, buscaron la ayuda de una bruja que les enseñó a invocar un Baka, un ser capaz de conceder deseos, no de manera gratuita, pero pidiendo a cambio un sacrificio involuntario. Contagiadas por el poder de la magia negra, una de ellas se volvió aprendiz de la bruja, mientras la otra se alejó de la hechicería para continuar su vida normal. Pero demasiado tarde. La bruja original ya había puesto un mal de ojo sobre las hermanas con el cual cargarían por generaciones.
Una fábula de pueblo que comienza a sentirse peligrosamente real cuando Nala y Luna son llevadas a fuerza a casa de su abuela en el campo con la idea de conseguir un remedio para la precaria salud de Luna, la más chica de ellas. Su madre y abuela no tienen la mejor de las relaciones, y la abuela es grotesca pero en apariencia benigna. Confiando en que las niñas estarán seguras con Josefa, Rebeca, la madre, sale en busca de una presunta solución a la enfermedad de su hija y las deja por días en la casa en la que ella creció, que comienza a sentirse peligrosa y cada vez más odiosa conforme la abuela se quita de máscaras de amabilidad y se transforma en la anfitriona sedienta y cruel que siempre ha sido.
Hay algo muy atinado en el uso de Nala, una niña de 13 años, como protagonista y representante del espectador en la introducción a este mundo de fantasía tétrica. Una especie de elemento a la hermanos Grimm que funciona cuando de enfrentar brujas se trata. Que nos regresa a un tiempo en el que éramos vulnerables al monstruo abajo de la cama e imposibles de ser tomados en serio por los adultos. Y que además hace de la crueldad de la abuela algo abominable contra la inocencia de una apenas adolescente, a la que de pronto le llama «p*ta» porque la ve en traje de baño.
Más allá de lo siempre perturbante de la presencia de seres sobrenaturales hambrientos y poderosos por encima de las leyes de la física, el personaje realmente aberrante es el de la abuela Josefa. Una especie de Miss Havisham (Great Expectations) con esta imagen de anciana atrapada en una era dislocada con el presente, viviendo un espejismo que la rebasó hace años, de palabras recias y modos violentos, que recuerda a villanos de fábula antigua como Lady Tremaine; para la cual Ofelia Medina se pinta sola, y disfruta de su malicia fraseando sus enunciados como navajas y soltando un muy específico «mamita» a cada rato contra Nala, que se siente como si le estuviera diciendo la palabra más ácida.
Ezbán retoma su amor por el look & feel retro, esta vez desde la ambientación, narrativa y practicidad. Primero partiendo de lo minimal, de la personalidad de los objetos con energías particulares, lo poderoso de una iluminación y una canción adecuada, un close up a una mirada, y luego haciendo uso de maquillaje, látex, vendas y animatronics donde otros ya hubieran metido efectos digitales, y del sonido como un arma más poderosa para el misterio por encima de lo atrapado en cámara.
Mal de Ojo se percibe austera con un toque clásico, pero no pierde modernidad y pertinencia. No donde una niña de 13 años batalla para ser escuchada sobre el abuso que está viviendo, y que sus padres son los primeros en ignorar. Ver Mal de Ojo se siente como regresar a una era de oro del cine de terror gótico mexicano, donde El Libro de Piedra y Hasta El Viento Tiene Miedo reinaban la cartelera. Pero tiene otros guiños interesantes a directores como Guillermo del Toro y Wes Craven, curiosamente ambos amantes del efectismo práctico que no pretende ocultar que el cine es cine, ni busca ningún tipo de naturalidad.
La gran sorpresa de Mal de Ojo es sin duda Paola Miguel, una muy joven actriz que carga sobre sus hombros el ejercicio dramático entero de la película, y sin la cual sería imposible vivir el miedo como espectador. Honesta en su crear y sin necesidad de desbordarse, Paola le hace frente al monstruo que es Ofelia Medina (como actriz y como personaje) y no se echa para atrás. Gana el round y se vuelve un motor de cuidado. Una revelación más que grata.
El único pie cojo de Mal de Ojo es una historia tangencial: la de Abigaíl y Pedro, los ayudantes de Josefa en la mansión en el pueblo, que funcionan como narradores de las leyendas de brujas, cosa que es útil y práctico, pero que en algún momento se desvían para vivir su propia desgracia, que no queda del todo claro cómo se relaciona directamente con la propia tragedia de Nala y Luna, dado que no parece afectar su camino de ningún modo, y deja su final a la deriva sin ceierre preciso. Personajes secundarios cuya presencia es comprensible, pero su arco confuso y, debatiría, innecesario.
En México el terror es un género cuya artesanía hemos ido perdiendo con los años, que se ha vuelto derivativo de lo que vemos en el cine americano, repleto de historias sobre posesiones contadas ya demasiadas veces y fantasmas que no tienen nada de único. Mal de Ojo podrá no ser una película perfecta a la altura de las cintas de terror que se clavan en el inconsciente colectivo, pero es un gran paso para retomar el género desde lo que nos pertenece, con leyendas del cine que no van y juegan al sustito, y una visión de autor que habla por sí misma, sí a partir de referencias, pero no en forma de calca obvia y predecible de todo lo demás que está allá afuera. Mal de Ojo no es franquiciataria, no es fast food. Es un ejemplo de que, cuando queremos y se nos permite, también tenemos algo que proponer en un género tan viejo como las brujas mismas.