La nueva versión de Mamma Mia! en el Teatro de los Insurgentes promete fiesta a lo grande, pero entrega un montaje disminuido y llano, más tradicional que sorpresivo, con un ensamble magnífico que lo sostiene, aún cuando pueden con mucho más de lo que se pide de ellos, y debilidades vocales y actorales imposibles de ignorar que se vuelven la mayor amenaza de esta fiesta inmersiva que pide a gritos «gimme gimme gimme» verdaderas dancing queens.
Vámonos al principio, y quiero decir al verdadero inicio de todo, a la Mamma Mia! de música de Abba que estrenó en West End hace 24 años siguiendo todos los clichés del musical de rocola, con una historia básica sin mucha profundidad, voces corales no justificadas que se escuchan en lugares vacíos, resoluciones apresuradas que parecen salir de la nada (Harry es gay sólo hasta el último minuto y a nadie se le ocurrió ir trabajando ese arco desde antes) y un sólo personaje, Donna Sheridan, en la que recae el entero de la obra rodeada de otros varios mucho más unidimensionales.
Una obra aproblemada que se volvió un éxito instantáneo alrededor del mundo, y aún permanece en Londres como una de las más concurridas, que supo sobreponerse a sus claros huecos y debilidades, para entregar en su lugar pura alegría y diversión; razzle dazzle para embobar y poner a cantar, del que uno sale con una sonrisota y ganas de usar lentejuela toda la noche. La cosa con este remontaje mexicano es que su director, Jason A. Sparks toma el camino de lo austero y lo ultra sencillo, olvidando por completo que para que Mamma Mia! oculte todos sus imperfectos requiere de brillo y explosividad.
El Teatro de los Insurgentes se transforma para esta puesta en mitad taberna, mitad teatro. El acohol fluye entre los espectadores y cómodos sillones reciben a los que tienen un boleto VIP a los que les toca ver a las Dynamos a centímetros de sus caras (si no es que una de ellas les cae en las piernas de casualidad). Incluso los que están sentados más arriba tienen oportunidad de elegir barra en vez de butaca para cambiar el ambiente de seriedad del teatro a la italiana y volverlo un congal.
Hasta ahí todo bien. La escenografía de Adrián Martínez Frausto recibe al espectador con una sola puerta azul que es motor de todo el montaje y de los elementos más memorables de esta nueva Mamma Mia!, y una arquitectura escénica que cubre lo sucio de entre piernas para volver ese escenario, desde donde se le mire, una construcción hecha y derecha, donde los personajes no sólo salen hacia laterales, pero suben escaleras que los llevan a, lo que podemos libremente imaginar, son lugares preciosos de una isla en Grecia cuya reina es Donna Sheridan.
No han dado la tercera llamada y Claudio Carrera (productor) y Martínez Frausto ya hicieron su trabajo. Nos tienen atrapados. Nos tienen emocionados. Y nos tienen bebiendo.
Pero luego comienza el primer número y la fantasía decae de manera inmediata. Sophie (Sofía Carrera) le lee el diario de su madre a sus dos mejores amigas (Natalia Moguel y Carolina Heredia) confesando que ha invitado a sus tres posibles padres a asistir a su boda, aún sabiendo que su mamá nunca ha sido del todo clara con el tema de su paternidad y quizá, sólo quizá lo ha evitado por algo. Pero ella quiere saber quién es y está dispuesta a poner su isla de cabeza para lograrlo.
El tono marcado por Jason A. Sparks es claro desde el principio, y desde el principio preocupante. Utiliza esa voz más adecuada en doblaje de caricaturas, completamente plástica y falseada en todo su elenco, aunque hay quienes lo saben aterrizar mejor para que en teatro no suene a chicle. No es el caso de Sofía Carrera, que debuta con Mamma Mia! y cuyo colmillo sobre las tablas aún tiene mucho afilar. Retumban los diálogos sobrevocalizados en las tres niñas, y de inicio es claro que Natalia y Carolina están desniveladas con su estelar. Cosa que no deja de pasarle a Carrera en toda la obra.
El momento cantado vuelve a batallar por levantar porque nuevamente nuestra Sophie se muestra llena de vicios vocales, aún cuando su color es lindo para el pop que la obra requiere. Hay mucho de inmaduro en su entrenamiento vocal que si Honey, Honey, Honey deja entrever, canciones un poquito más complejas van a ser implacables con su intérprete.
La aparición de Lisset, Marisol del Olmo y Gicela Sehedi como Donna, Tanya y Rosie, las Dynamos, no es tampoco un alivio instantáneo. Gicela llega a comerse la obra, preparada con el comedy timing que Rosie requiere, pero sin ningún tipo de pinponeo con sus contrapartes que están trabajando en solitario. Lisset, de entrada, presenta a una Donna Sheridan, que a pesar de que está rebasada de trabajo, una hipoteca impagable y una boda con la que no está del todo de acuerdo, que la tiene reflexionando sobre las inclemencias del tiempo, nostálgica y anhelosa, en vez de desaliñada, pareciera tener el tiempo de peinarse con curler. Chinos cerrados en la playa completamente fuera de personaje que saltan antes de que ella diga su primer diálogo.
Su Donna no está en crisis. Está apagada. Y la actuación de Lisset durante toda la obra es francamente mecánica. Hace todo lo que tiene que hacer, pero no hay nada detrás de lo que está haciendo. Ahí donde Donna se descubre frustrada, cansada, desesperada y herida, Lisset se vuelca al berrinche y ofrece una Donna encaprichada, a veces fúrica, cuya entrega se sale de lo angelado de la protagonista de Mamma Mia! que todos conocemos como un espíritu libre y fuerte, primero que nada, y se torna grisácea.
Marisol del Olmo no termina de entrarle al juego de Tanya, un personaje caracterizado por ser graciosamente altiva, inconscientemente delirante, sexy, pero capaz de reírse de su propia caricatura, que del Olmo toma empequeñecido y nunca lo lleva a ese lugar donde finalmente sea hilarante sin miedo al ridículo.
Donna y las Dynamos no parecen amigas de toda la vida. Son tres mujeres, en tres tonos distintos, a las que la complicidad las elude. Cosa que resulta muy notorio en armonías como la de Chiquitita y Super Trouper que hacen eco desafinado y fuera de tempo, y dejan muy claro que no se están escuchando entre ellas, pero trabajando la escena y la canción de forma individual.
Los tres papás, Sam (Alex de la Madrid), Bill (Paco Rubio) y Harry (Armando Arrocha) junto con Sky (Luja Duhart) entran para darle un merecido aire de frescura a la puesta. Los tres primeros en un tono mucho más sincero que el de sus coestelares, divertidos y llenos de química entre ellos, y Luja en absoluto adonis, cuya risa goofy hace entrañable maridaje con ese Sky de cuerpo perfecto y ganas de volar lejos que pudiera caer en lo serio. Desde su entrada el ritmo de Mamma Mia! cambia y la balanza se equilibra aunque sea un poco.
Pero el desperfecto creativo es inevitable. Las coreografias de Jason A. Sparks se recluyen en lo poco propositivo, lo visto, lo seguro, y podría decir, lo escolar. Aún teniendo un ensamble brutal, que cuenta con nombres como el de Ana Ceci Anzaldúa, Mauricio Salas, Marco Anthonio y Natalia Saltiel; y otros tantos entre los más jóvenes que nos llevan sorprendiendo desde The Prom y Rocky, como Yazel Rojo o Jonathan Portillo que sabemos de cierto pueden con exigencias dancísticas complejas, Jason los desperdicia en pasos que no permiten que el ensamble brille lo mucho que podría hacerlo. Y aún así, cada que aparecen, Mamma Mia! cobra nueva vida.
Hablamos con el escenógrafo de Mamma Mia!
Es especialmente frustrante ver a actores como Noé Camacho (Pepper) y Tomás Martínez (Eddie) que tan sólo durante «Does your mother know» demuestran en segundos ser estupendos bailarines, aventados al fondo a mover sillas y ventanas de rueditas cuando podrían estar volando por los aires en cada número de ensamble, y entregar ese show que es el maná del que Mamma Mia! se tendría que alimentar. No hay suficiente de todos ellos en el escenario, ni en exposición ni en capacidad de impacto y da la sensación de que ni siquiera existe un interés por permitirles sus momentos de brillo. Sus vocales son reemplazadas por otras grabadas, y sus armonías, que hace unos años en México se cantaban a siete, ocho voces, ahora bajan a armonías de tres o cuatro.
Siendo la maestra que es en diseño de vestuario, Estela Fagoaga vira hacia lo muy pedestre, quizá demasiado, rayando en lo momentaneamente corriente, y ahí donde pudiera regalarnos fantasía de verano griega, se restringe hacia lo aburrido y entrega centro comercial. Y otro gran experto, Miguel Jiménez, en el diseño de audio, descuida sus micrófonos a modo que varios en ese escenario «thethean» no a propósito, pero porque sus herramientas de trabajo les están jugando en contra. Y Enrique Arce que con Network hizo un trabajo tan delicado de traducción, con Mamma Mia! llega a volcarse hacia lo vulgar en busca del chiste fácil («Tú sí sabes cómo tallarme el pescado», dice Rosie). Cosa que provoca preguntar, ¿cuáles fueron las indicaciones de su director y por qué?
Momentos de disfrute los hay, porque Mamma Mia! no puede no tenerlos. «Gimme, Gimme, Gimme» y «Voulez Vous» se alzan por lo alto para cerrar el primer acto con contundencia y en una nota alta, pero se ven recibidos con el inicio del segundo acto y el número de «la pesadilla» con un trazo que está lejos de ser febril y cuyo movimiento de puertas se usa en tantos otros instantes de realidad, que se vuelve insuficiente para una escena que sucede dentro de la imaginación.
Y es en «SOS» y «Knowing Me, Knowing You» que Alex de la Madrid se coloca como uno de los pocos en este montaje que se está tomando en serio lo que le sucede a su personaje. Siendo que vocalmente, Alex no es el mejor cantante, lo que hace es olvidarse de lo técnico y llenar con lo emocional. Y ambas canciones las canta sin perfección, pero con dolencia y corazón. Sam está devastado y confundido. La isla le trae recuerdos de un amor que dejó ir y la esposa que se casó con él para ningunearlo, y eso se siente en lo que tiene para interpretar.
Pero en absoluta contraposición, cuando a Lisset le tocan los dos grandes momentos conmovedores de Donna: «Slipping Through My Fingers» y «The Winner Takes It All», automatiza lo cantado para que salgan a nivel partitura, pero no involucra nada de adentro. Números fríos, de pronto declamados, coreografiados además a la antigüita en movimientos fársicos melodramáticos imposibles de tomarse en serio, que simplemente canta en una voz densa no tan pop, sin romperse ni un poquito. Y ahí donde ha habido imperfección en el resto de la obra que sí ha importado y sí ha devaluado el trabajo, en estos dos números se agradecería ver a una Donna enteramente humana rendida antes sus incapacidades, finalmente vulnerable.
La fiesta de Mamma Mia! comenzó y pudiera llegar a ser fascinante. Bolas disco colgando del techo para anunciar «Waterloo», y esta disposición que nos obliga a salirnos de la mecánica del teatro tienen ya la mitad del trabajo hecho. El mundo visual de Mamma Mia! es una Grecia preciosa y artesanal que tiene mucho de bella, pero un musical no sobrevive con una puerta azul que se yergue fabulosa y resonante, vive de la energía del intérprete y la colaboración. Y esos dos elementos están ausentes en esta fiesta. Una boda a la que aún no le podemos decir «I do, I do, I do, I do«.
Mamma Mia! se presenta de jueves a domingo en el Teatro de los Insurgentes.