Amaya Blas te tiene riendo hasta que deja de ser humanamente posible en este monólogo sobre una ácida e inteligente mujer que huyendo de lo destructivo de una rutina frenética termina por encontrar su lugar en la industria del cine documental, el amor en un hombre que a todas luces pareciera no buscar competencia con ella, y familia en dos niños tan ingeniosos como escandalosos, instantaneamente adorables, y un perro llamado Optimus Prime. Niñas y Niños no se presenta como inquietante, de ahí que cuando decide romperte el alma, lo hace con un martillo.
«Esto no te está pasando a ti», nos recuerda Amaya Blas en el momento culminante de Niñas y Niños, «Esto no está pasando ahorita tampoco», sentencia como queriéndonos prevenir de una avalancha. Y aún con todas las advertencias del mundo, cuando el unipersonal resuelve su narración, es imposible poderte quitar el dolor del pecho, el ardor en los ojos, el temblor en el resto del cuerpo.
Pero Niñas y Niños de Dennis Kelly no comienza en ese lugar. De hecho, Amaya Blas se presenta en overoles manchados de pintura tan coloquial y pueril, frente a un lienzo de papel con un gesto apático, burlón de una manera cínica, a contar su historia, de entrada, de una forma tan deliciosamente irónica que instantáneamente te preguntas, ¿quién es esta mujer?
Se burla de los italianos y su repele por hacer filas, y antes siquiera de que sepamos de qué va lo que viene a decirnos, ya nos está hablando de aquella vez que teniendo sexo con un extraño por poco cae en una alberquita de su propio vómito. Cosa que la lleva a replantearse la necesidad de un cambio, a buscar un destino exótico (Pachuca originalmente porque claramente al Universo le gusta burlarse de ella) y a conocer a un hombre como ningún otro, que tentado por la belleza de dos modelos napolitanas lo que hace es insultarlas en su cara, porque no señores, a él no se le van a meter a la fila.
El personaje es agrio en su expresarse, pero tan divertido, y Amaya Blas lo personifica con absoluta frialdad, no en términos de desgane, pero bajo el concepto mismo de esta mujer que pareciera no darle mucha importancia a las cosas ni dejarse intimidar por nada. Cuando se ve rodeada de gente más preparada y poderosa que ella lo único que puede pasar por su cabeza es «Me la pelan». Con ese mismo sentimiento de nimiedad ante la vida es que Amaya se coloca en un pequeño cuadrilátero para, primero que nada, encantarnos con su personalidad.
La obra que gran parte del tiempo se narra desde un lugar de luz dura e incolora, se vuelve cálida y acogedora sólo a momentos cuando nuestra relatora regresa al pasado para recordar caóticos instantes con sus dos hijos. Una niña y un niño a quienes recrea en pintura simplista e infantil en el lienzo detrás de ella para volverlos sus interlocutores, que ah cómo la desesperan. Valentina suelta palabras muy por encima de su edad como «machismo» y «aguas residuales», mientras Diego, el más pequeño, juega a destruir ciudades con la ayuda de Godzilla y los talibanes.
Mucho humor negro que permea toda la orba en la que Itari Marta (directora) va manchando con pintura y plumón a su actriz para volverla parte de este ralloneo de niños que podrías encontrar en la pared de un kinder. En el presente, la historia de Amaya Blas gira mucho más en torno a su pareja, un hombre sin miedo al emprendimiento y la movilidad que pone su propia compañía de armarios antiguos y alienta a ella en sus propias aventuras profesionales, entre ellas, la de entrar al mundo del cine documental y eventualmente montar ella su propia productora con la que podría incluso llegar a ganar premios. ¿Un Ariel, quizá?
Durante su discurso ella cuestiona la facilidad con la que llega el hombre al poder y tiene mucho que decir sobre el control, y resulta triste cuando en su relato su propia pareja empieza a perder las cualidades que tanto la habían enamorado para volverse osca y castrante. No es hasta muy al final que las cosas se ponen perturbantes. Inmensamente perturbantes. Y ella lo anuncia con pausa y dignidad. Deja claro que la simpatía de su cuento está por desaparecer porque va a entrar a la parte oscura que la ha llevado a estar ahí para contar lo que a ella, y a otras tantas familias, les ha sucedido.
Niñas y Niños pide un cambio radical en Amaya Blas y ella lo entrega todo desde lo sereno y casi estático, como un cuchillo que se clava lentamente para dejarnos sentirlo cada milímetro incrustado en el cuerpo. De estar parada, moviéndose de un lado a otro, pintando y rompiendo lienzos para montar nuevos en su rótulo, subiéndose a la única silla que tiene como utilería y haciendo burla a ciertos personajes de su vida a quienes imita de manera altiba; de pronto la quietud reina. Amaya se sienta, se abre el overol para poder tatuarse en el pecho con plumón lo que va acompañando con una actuación devastadora. Y es arrolladora.
Niñas y Niños es una sorpresa constante. Un enorme disfrute simplemente de la capacidad de Amaya Blas para relatar a velocidad estratosférica y nunca perder tu atención. Un juego de ritmo en el que Itari sabe perfecto en qué momento hacer interactuar a Amaya con la hoja de papel y pintura para darle sentido a ese lienzo no como un mero aparato escénico funcional, pero como un personaje más del monólogo con momentum, significado y maleabilidad. Y una estadística que se queda en tu cabeza para asumir y reflexionar. Es poderosa Niñas y Niños, mucho más de lo que se alcanza a ver de un solo vistazo.
Niñas y Niños se presenta los lunes a las 20:30pm en el Foro Shakespeare.