Con demasiadas ideas que no terminan por conjugar una sola y se sienten más como una falta de edición por parte de los directores, Axel Campillo y David Farji, que una propuesta sólida, regresa Novecento ahora al Foro Shakespeare con un nuevo montaje que lo arranca de tajo del género monólogo para volverlo una comedia infantilizada muy alejada de la imagen fina e ilusoria del texto original de Alessandro Baricco.
Hay veces que la exploración permite pulir brillo a textos que tenemos bien conocidos para remontajes de obras que ya se han presentado en México en formatos más clásicos; hay veces que la exploración se sobrepone al mismo texto y termina por jugar en contra de la obra. La nueva producción de Novecento de Axel Campillo y David Farji cae en el segundo rubro. Un collage sin ton ni son de ideas que flotan pero no aterrizan y terminan por enterrar la historia al centro del texto de Alessandro Baricco como un mero pretexto para poder porbar conceptos. Como dummy de choques en un coche nuevo.
La primera sorpresa en este nuevo montaje protagonizado por Juan Ignacio Aranda es que la noción de monólogo es completamente borrada para hacer de Novecento un trabajo con ensamble. Tres actores, Majo Medellín, Rodrigo Reséndiz y Ata, que hacen apariciones incidentales, cada una con un diferente acento internacional (español, francés, portugués, el que quieran) o vocecita de caricatura que dan a la obra un color infantil y hacen de la historia de vida de Danny Boodman T.D. Lemon Novecento un relato de tintes ridículos en lugar del drama onírico que originalmente nos hace viajar a bordo del Virginian.
Alessandro Baricco escribió la historia de Novecento, un pianista virtuosísimo que nació a bordo de un barco Transatlántico, huérfano, adoptado por los marineros y la tripulación, Novecento creció y se formó en alta mar para jamás poner un sólo pie en tierra firme. A pesar de ser protagonista, Danny Boodman T.D. Lemon Novecento no es narrador de su propia historia, el relato lo ofrece su mejor amigo, contando en retrospectiva, después de haberlo visto por última vez sentado sobre una caja de dinamita en los últimos momentos del Virginian sin intención alguna de bajarse antes del estallido.
El monólogo suele ser un drama con calidad de cuento de fantasía. La historia de Novecento es tan surreal que inevitablemente se convierte en un cuento de hadas. Aquél pianista, mejor que cualquiera en tierra firma, que podía tocar como si sus dedos fueran alas de mariposa, con tanta velocidad que terminando una pieza, un cigarro podía ser encedido del calor de las cuerdas del piano. Y parte de la nostalgia y el recuerdo. Un mejor amigo despidiéndose de otro, jamás entendiendo sus razones, maravillado con la capacidad sobrehumana de un talento que no puede repetirse.
En manos de Juan Ignacio Aranda la narración se vuelve una rutina de comedia arrabalera. El actor aprovecha el escenario y la capacidad de romper la cuarta pared que la obra ofrece para comadrear con la audiencia en tono coloquial, y continuamente vociferar como si el público no estuviera a menos de un metro de distancia, provocando que la obra se llene de gritos innecesarios que no suman de ninguna manera, pero vuelven estridente una narración que nunca logra tocar fibrar sensibles, emocionales o conmovedoras. Él está en un bar, con un micrófono, haciendo reír a los comensales que vienen a escuchar una anécdota para acompañarla con una copita y unas carcajadas. Muy fuera de tono.
No ayuda a la sensación de stand up que a Aranda nunca se le reta a contar él el cuentito completo, trabajando a todos los personajes y construyendo desde la voz y la corporalidad. El actor permanece cómodo en su esquina, meramente la voz del anfitrión, mientras sus compañeros se hacen cargo del resto de los papeles, propuesta que acribilla la idea de que Novecento se nos cuenta como relato de noche, de fogata, ahora lleno de crestomatías que únicamente interrumpen el ritmo y ofrecen una sensación infantilizada (acompañada por un vestuario que nace del disfraz), como de fábula de Plaza Sésamo, que no tendría nada de malo si la idea girara en torno a llevar este texto a las infancias. Pero no es el caso.
Más allá de no conseguir dar voz plural al monólogo sin entorpecerlo u ofrecer nueva y valiosa perspectiva, el verdadero problema de Novecento yace en una producción desprolija y una lluvia de ideas que jamás pasó por recorte y sólo se atiborró hasta reventar.
De luces rojizas y amarillas y una escenografía que no representa más que un muro viejo, acompañado además por un columpio en una esquina rodeado de vegetación que uno encontraría en un jardín, el visual en escena jamás logra transmitir la constante -y muy presente en el texto de Baricco- ilusión del mar. El océano que Novecento llama su mundo entero y el Virginian, en toda medida un barco pero también un hogar, una zona segura, y de pronto una jaula, es básicamente otro personaje más en la historia, pero en la puesta de Axel Campillo y David Farji brilla por su ausencia. Los tonos cálidos y terrosos nos aterrizan en suelo firme, mientras el columpio eternamente presente y la entrada de actores por distintas esquinas que parecieran no tener clara su propia convención rompen con lo muy estructurado, incluso claustrofóbico e inevitablemente enclaustrado de un barco.
La posibilidad de un horizonte marino se ve reemplazada por una pantalla enorme que los directores usan para hacer juegos de sombras. Que en un par de momentos sí suma a esa tonalidad de fantasía muy de Novecento y regala fotografías perfectamente logradas, pero en otros muchos tropieza con las proporciones y figuras para volverse caótica, y sacarnos de la ficción en lugar de adentrarnos en ella. Y el diseño de iluminación insiste en desestilizar no sólo en una colorimetría fuera de coherencia, pero en literales desatinos focales que enmarañan a los actores en sombras que impiden ver sus rostros, luces y sombras que simplemente no pertenecen a los lugares a los que nuestra mirada está siendo dirigida.
Si el columpio, las sombras, el ensamble, los acentos, los disfraces, el uso entero del teatro para montar actores en butacas, consola, segundo piso y pasillos no fueran ideas suficientes para ya atiborrar el montaje, los conceptos no paran de llegar: de pronto hay un numerito de baile Fosse con movimientos de All That Jazz de Chicago y el vestuario de sombrerito y tirantes para acompañar, que no dura más que un minuto y no se vuelve a repetir; de pronto hay una narración a tres voces de un mismo diálogo, nuevamente un truco que vemos en una sola escena y no vuelve a suceder; de pronto hay una grabación en audio de las voces de los actores y ellos sólo hacen lipsync de su propia voz, que sí, sólo pasa una vez y no se repite, y para terminar Majo Medellín toma un micrófono de mano, que no se ha visto antes, para interpretar cantando «Nature Boy» de Nat King Cole.
Y he ahí el conflicto. Las múltiples ideas que parecen salir de la nada y no tienen realmente justificación escénica que las haga valiosas, poderosas o pertinentes, no están lo suficientemente construidas como para no sentirse un ensayo y error. Elementos de toda variedad que hacen aparición detrás de la cortina para luego regresar al cajón del que vinieron y no volverse a asomar dan la sensación de ser un error que después se quiso ocultar. Novecento se convierte en una obra de personalidad múltiple cuyos directores se engolosinaron tanto con los ingredientes a su alcance que terminaron por convertir lo que bien pudo haber sido estilo en un cuerpo mutilado de partes desperdigadas por doquier.
Muchas voces, muchos ojos y propuestas han pasado por Novecento que desde 1994 se ha convertido en uno de los entrañables de la dramaturgia italiana, incluyendo una película de Giuseppe Tornatore y un cómic, lo que sí implica que esta obra es perfecta para adaptaciones de todo tipo. Axel Campillo y David Farji no estaban equivocados en tratar de darle nueva vida a través de ideas quizá nunca antes vistas para esta pieza, jugar es parte del teatro, y en toda honestidad es lo mismo que Danny Boodman T.D. Lemon Novecento hubiera hecho con su propia historia, pero toda armonía requiere de un piano afinado y los dedos en las notas correctas, y el nuevo montaje en Foro Shakespeare da porrazos a las teclas y suena a ruido en vez de melodía.
Novecento se presenta los miércoles a las 8:30pm en Foro Shakespeare.