Décadas y décadas de historias reprimidas o no contadas de hombres, mujeres y personas no binarias que en años en los que ni siquiera existían las palabras para nombrarles, mucho menos la apertura para hacer frente a sus hisotrias, a sus emociones, sus relaciones, su orgullo, o sus pérdidas, que eventualmente se quedaban olvidadas o diluidas en la nada. Hace un tiempo escuché en redes sociales una persona que preguntaba, ¿cuántos de nuestros abuelitos, bisabuelos y más allá habrán pertenecido a la comunidad lgbtq pero tuvieron que acoplarse a una era que los obligaba a reprimirse y vivir una mentira…formar una familia? ¿Cuántos de ellxs?
Orgullo comienza en 1958, precisamente una década en la que la homosexualidad era considerada una patología psiquiátrica. En la que la gente gay vivía a escondidas relaciones y amistades, en el mejor de los casos, y en otros muchos simplemente se resignaba a vivir una heteronormatividad fingida que los dejaba en la eterna insatisfacción. A ellos y a sus parejas que cargaban de algún modo la misma cruz.
Es precisamente en esta era que Oliver, un escritor de libros para niños, contrata a Sylvia, una ilustradora (y ex actriz) y conoce a su esposo Phillip, un ejemplo a seguir de la masculinidad y moralidad de la época, al menos en apariencia.
50 años después, quizá las almas reencarnadas de los mismos Oliver y Phillip, quizás otros que simple y sencillamente aún cargan con el mismo karma, viven en 2008 una historia muy distinta. Una relación homosexual abierta marcada por el hecho de que Oliver es incapaz de apegarse al estándar de monogamia y busca de manera saboteadora atiborrarse de sexo con desconocidos, no sólo desconocidos, pero hombres que representan los peores estigmas del machismo y la intolerancia, que son aún más excitantes para él, poniendo en constante peligro su relación con un hombre que pese a conocer sus fallas está dispuesto a amarlo.
Orgullo, originalmente escrita por Alexi Kaye Campbell como The Pride, viaja constantemente entre ambas décadas, contando lo que va pasando con Oliver, Phillip y Sylvia, y la forma en la que van enfrentando sus relaciones, emociones y sexualidad encapsulados por los permisos de sus épocas, que en ambos años, en apariencia de ideologías radicalmente opuestas, los llevan a cometer actos atroces y a lastimarse entre ellos, no desde un lugar doloso, pero desde la incapacidad de aceptar y vivir honestamente y sin culpas una sexualidad, que aún pasados los años permanece siendo conflictiva ante los ojos de una mayoría patriarcal y para el que ha sido educado a crecer en la «normalidad».
Angélica Rogel, directora de Orgullo, llena de un estilismo rechinantemente limpio ambas etapas de la puesta. Como si lo pristino del exterior pudiera ocultar que por dentro hay tres personajes atrapados en sus propias excusas. Un departamento hermoso de sillones aterciopelados y un mini bar repleto de whisky y gin perteneciente al anfitrión ideal (que no por nada pareciera haber salido de la casa de George y Martha de Quién Le Teme a Virginia Woolf); complementado además por ropa increíble que hace ver a Sylvia (Adriana Llabrés) y a Phillip (Nacho Tahan) como maniquíes de un escaparate, y conversaciones finas y respetuosas que jamás cruzarían la línea de la inapropiado.
Eso sí, con la eterna mirada de una pared reflejante cortesía de Adrían Martínez Frausto, que recuerda el trabajo de Clint Ramos en la apaludida Slave Play de Broadway, que obliga a los personajes a toparse continuamente con su propio reflejo, al que son incapaces de engañar, y al mismo público que se alcanza a ver en los espejos como queriéndolos provocar y cuestionar sobre la veracidad de la imagen que ofrecen a los otros.
Bello, inteligente y bien pensando, un espacio que para el Acto 2 de Orgullo, cuando nuestros protagonistas comienzan a ver desbaratada la imagen que con tanto trabajo han cuidado para pertenecer sin hacer olas, comienza a defractarse, moverse, descuidarse e incluso convertirse en algo levemente caótico, permitiéndoles moverse con más libertad, sí, pero también navegar un espacio que ha perdido la perfección y cualidad de contención que los mantenía tan seguros.
El Oliver del 58 te rompe el corazón. Un hombre que lo ha vivido todo, que ha viajado, ha estudiado, es inteligente, ingenioso, exitoso y capaz, pero que en sus manierismos, trabajados de manera sutil pero precisa por Mauro Sánchez Navarro, que recuerda a figuras como Oscar Wilde o Salvador Novo, no puede evitar sentirse ajeno al hombre Don Draper de la época, y por tanto juzgado y solitario. Que cuando cae en las redes de un Phillip que no está dispuesto a renunciar a su status privilegiado heterosexual por una aventura que llama errónea con otro hombre, termina humillado y desgarrado. Y para estándares de 1958 ni siquiera lo puede llamar injusto, ni siquiera se puede acercar con nadie a llorar su pérdida porque el que está mal, el que está «enfermo» es él.
Y Mauro es brillante. Trabaja desde la frialdad y la contención para crear a un personaje queer lejos de la liberación que quizás llegó para alguien como él hasta finales de los 70, quizá 80. Construye un Oliver ultra memorable, pensado en cada detalle, que no es simplemente el Truman Capote en el que pudo haber caído, pero que lejos de la excentricidad vive su vida privada con un cierto dolor de saberse excluido.
Y en 2008 ese mismo Oliver mantiene muchas de las cualidades ideadas para el antepasado, ahora llevadas al absoluto otro extremo del libertinaje. Un hombre que nuevamente carga con mucho odio interiorizado para él y su comunidad que venera el cuerpo y la superficialidad, que prefiere sentirse ultrajado por un nazi para encontrar placer en el recordatorio de que su estilo de vida es sucio ante la mirada tradicionalista y masculina, y que, honestamente, no sabe cómo amar a otro hombre de manera pura. Nuevamente inteligente, ingenioso, frío y cínico, Mauro Sánchez Navarro logra hacer que ambos Oliver convivan de maneras similares en su forma de percibir, al tiempo que se comportan de maneras opuestas entre lo restringido y lo descarrilado.
Nacho Tahan y Adriana Llabrés no se quedan atrás, pese a que quizá las similitudes entre sus personajes no resulten tan obvias como en Oliver. Phillip del 58 arde. Duele. Llena de coraje. Está tan atrapado en su propia cabeza que su única manera de escapar es violentando en arrebatos imperdonables, que como buen macho de la época, no pretende ser cuestionado e insiste en silenciar a Sylvia como si sus palabras provinieran de la neurosis o la locura.
Ella, en cambio, es la mujer dulce de la época. La aplaudida por su feminidad, ingenuidad y timidez. La que no enfrenta, pero da golpecitos en el brazo mientras se ríe incómodamente cuando escucha a Phillip decir algo inapropiado, la que cuando finalmente se ve obligada a aceptar su realidad, su reacción que bien podría haber sido explosiva, regresa a la contención y a la calma, mordiéndose los labios para mantener el semblante de señorita, que aún cuando en palabras cuestiona y provoca, lo hace desde la introversión, casi como disculpándose por tener la razón.
Para 2008, Phillip y Sylvia son opuestos. El nuevo Phillip está abierto al amor. Cierto, cree en una idea concevida por la heteronorma de monogamia, pero es un hombre libre de amar y ser amado, y a ese Phillip Nacho Tahan lo llena de ternura y confusión por no saber qué es capaz de perdonar y qué no puede dejar pasar. Y Sylvia, un personaje privilegiado del gremio gay de los 90 para acá, ahora es la mejor amiga, la que escucha sobre las aventuras sexuales que tal vez ella no viviría en carne propia, pero tampoco juzga, y la que organiza la ida a la marcha Pride antes incluso que sus amigos lgbtq, porque se ha abanderado como la aliada perfecta. Un personaje que, en efecto, para el hombre gay de hoy existe como muleta, que tantas veces está ahí cuando otros se han ido, que al lado de la gente queer tiene incluso una voz más alta y respetada que muches. Que entre comadres no pide perdón por ser ella, pero cuando llega un hombre a su vida de pronto vuelve a ser aquella que no se deja ver con la cara sin maquillaje. Un personaje lleno de contradicciones al que Adriana Llabrés llena de una energía contagiosa y divertida.
¿Qué es Pride, (Orgullo)?, se pregunta Oliver en algún momento. ¿Es manifestación o es fiesta? y Sylvia le recuerda: lo es todo. No estamos parados, ni en 2008 donde acaba la obra, ni en 2021 donde el espactador la mira hoy en día, para decir que ya no necesitamos la visibilidad, el espejeo, el levantamiento de voz, y el Día del Orgullo nos ofrece año con año una fecha para decirle al mundo, ya no desde la timidez y el miedo, pero desde la posibilidad de celebración, aquí estamos y no nos vamos a ir a ningún lado, pero claro que también nos da la oportunidad para festejar que años de historia han pasado y las batallas poco a poco se han ido ganando; brindar por los Olivers del pasado que sacrificaron tanto y los Phillips de hoy que viven de corazón abierto.
Para llegar a ese punto, Orgullo nos regala estos dos relatos con momentos de comedia, especialmente dialogados que son tan acertados que no pueden sino ser chistosos, y otros francamente incómodos y dolorosos entre personajes que no podemos decir del todo que se han tatuado el Pride en el pecho para vivirlo con franquza. Angélica Rogel trabaja de manera bella con su elenco, y se nota en lo puntual, genero y atinado del trabajo de Mauro, Adriana y Nacho; pero no podemos dejar a un lado a Mauricio Isaac, al que le toca hacer de varios personajes intermitentes y cuyas cortas pero increíbles apariciones se vuelven un absoluto manjar. Que gran actor y qué manera más magnífica de aprovechar la versatilidad que se le ofrece para robarse momentos y embobar al espectador.
Óscar Uriel (productor) comentó durante el estreno de la obra que ojalá ésta fuera la última vez que este texto se ve en la necesidad de ser mondado porque con suerte en un futuro no haya siquiera necesidad de celebrar nuestras diferencias porque vivirlas se habrá vuelto completamente normalizado y sin juicios; yo creo que Orgullo, en la misma lista donde se encuentra The Boys In The Band, Angels in America o The Inheritance, debería de montarse siempre. No por necesidad, pero como un recordatorio histórico de lo que hemos vivido, lo que nos ha marcado, lo que nos ha dolido y lo que pudimos dejar atrás. Porque aún cuando generaciones por venir quizá puedan percibirlo como un mero recuerdo, es la historia cuyos ladrillos nos y los construyen y construirán, y esa historia merece ser recordada siempre.
Y encima de todo de una manera tan hermosa como la que hoy se puede ir a ver a Foro Lucerna.
Orgullo se presenta de miércoles a domingos en el Foro Lucerna.