Con todo el glorioso camp que le hace honor al drag estelar de Priscilla, Reina Del Desierto, y habiendo mudado la historia al Norte de México en tiempo presente, el musical noventero originario de Australia adquiere una completa nueva dimensión que se siente muy de aquí y al mismo tiempo como toda una celebración al color y humor de la comunidad LGBTQ en esplendor luminoso.
Priscilla, Reina del Desierto, originalmente ya una adaptación a teatro de la película The Adventures of Priscilla, Queen Of The Desert, una de las primeras cintas en explorar el arte del drag, no desde el morbo ni la tragedia, pero como todo un festejo queer, ahora llega a México con una re-adaptación de lo ya adaptado para poderla adoptar en este país como propia. Para lo cual, Joserra Zúñiga (traductor y director) transporta la historia de Sidney a Ciudad de México y del árido desierto australiano, al norteño camino a Guaymas, Sonora, sombreros y banda incluidos.
Si la transformación les suena a locura es porque en gran medida lo es. Pero no por eso una locura disfuncional. Finalmente, si hay un musical que se presta a la absoluta maleabilidad es precisamente Priscilla que sus creadores, Stephan Elliott y Adam Scott defendieron en su momento como uno que tenía que sonar sintético y levemente falso, para adquirir esa textura pop que en otros musicales podría ser muy criticable, pero que en Priscilla es sólo parte del empaque.
Entonces, sí, Priscilla, Reina del Desierto, con su mezcla de canciones cantadas en inglés, otras traducidas y unas cuantas del pop mexicano reemplazando a sus contrapartes de la era disco gringa, funciona, y creo que tiene que ver con que así es el drag, un arte performático que toma inspiración de todo: de la cultura pop, de la naturaleza, la fauna y la flora, del arte, de la música, la comida, la arquitectura, la mitología, vaya, el drag no tiene fronteras y nunca se ha caracterizado por ser estricto de reglas ni homogéneo. Priscilla no lo es tampoco.
«Tick» (Rogelio Suárez), también conocido como Mitzi cuando está en drag, recibe una llamada de su ex esposa para invitarlo a hacer show en su tugurio en Guaymas, aunque el espectáculo funciona más como un pretexto para la verdadera razón por la que quiere a Tick ahí. Su hijo, apenas un niño, al que lleva años sin ver, lo quiere conocer. Ocultándoles ser padre y un pasado en el que estuvo casado con una mujer, como si no pudiera hacer del todo las paces con ello, Tick busca a su amiga trans, Bernadette (la Bogue *alternando con Roshell Terranova*), que acaba de perder a su esposo, y a la poco seria y eterna chingaquedito, Felicia (José Peralta), para que lo acompañen en su viaje al Norte.
Así inicia un road trip sobre un microbús bautizado «Priscilla» en el que las tres drag queens se enfrentan no sólo contra las inclemencias del desierto, pero las diferentes recepciones a lo queer en lugares principalmente machistas y mucho más conservadores que la ciudad, la posibilidad de encontrar verdadera amistad entre tres personalidades francamente disonantes, y quizá rescatar el amor que creían perdido cada una a su manera: el amor de pareja para Bernadette, el amor familiar para Tick, la inteligencia emocional para Felicia.
Muy al estilo de la rocola de Mamma Mia!, Priscilla funciona como una fiesta donde las canciones no son forzosamente útiles a la narración, sino pretextos para hacer estallar el escenario del teatro en color, danza y los atuendos más hermosamente disparatados y drag que las geniales mentes de Giselle Sandiel y Valencia Gonzaga pudieron invocar. Cosa que este musical se permite dado que los números en casi toda ocasión no suceden dentro de la narraturgia de los personajes, pero son parte de los shows que ellas van presentando, o del imaginario de este folclor drag que de pronto le permite a tres «Divas» habitar el escenario como una especie de coro omnipresente con las brutales voces de Francesca Yarull, Carmen Gozz y Cesia Sáenz, que se presenta como toda una revelación y un power house capaz de hacer temblar cada butaca de ese teatro con su sonido soulero gospel y vocales que no tienen nombre.
La trama de Priscilla, Reina del Desierto es en realidad poca, ligera y boba, más tomando en cuenta que en la adaptación a teatro, mucho de la batalla de homofobia interiorizada que libra Tick en la película, y que le da cierto cuerpo al conflicto, se ve francamente borrada hasta muy al final, provocando que la obra se sienta como una anécdota repleta de momentos entretenidos, chistes al por mayor y números fantásticos, pero poca profundidad. Y en México, Joserra domestica a Felicia para quitarle mucho del ácido humor que hoy en día entendemos como transfóbico, pero que nuevamente resta dimensión a su relación con Bernadette y un tema de discriminación dentro de la misma comunidad LGBTQ que tampoco es que en 2024 se pueda llamar nulo.
A pesar de tener una dramaturgia endeble en contra y de una jugada aguerrida al volverla Priscilla, Reina del Desierto Mexicano, Joserra Zúñiga demuestra pericia al entender que este musical es todo menos serio y está hecho para el juego. Para cuando el funeral del ex esposo de Bernadette es acompañado por El Amor Coloca de Mónica Naranjo (en lugar de «Don’t Leave Me This Way») y Felicia hace su entrada triunfal con Rosa Pastel de Belanova (reemplazando a «Venus») es claro que la adaptación es ingeniosa y un absoluto guiño atinado a los gustos poperos de la comunidad gay. La reubicación termina por ser tan pertinente que en un momento en el que el camión atropella a una botarga del Doctor Simi, que vaya que es una elección que pudiera fácilmente jugarle en contra a la obra, se topa con carcajadas de un teatro que ha decidido recibir perfectamente bien a Priscilla en tierra nacional.
La realidad es que mucho de lo que hace funcionar a este sketch gigante es la absoluta química y conexión entre los tres protagónicos. Rogelio Suárez mantiene el carisma y simpatía que le conocemos de siempre, pero de la mejor manera da un paso para atrás para permitirle a Alejandra Bogue y a José Peralta quedarse con los personajes crecidos. La Bogue, una natural en escena, suelta diálogo tras diálogo de manera desparpajada, comodísima en los zapatos de una Bernadette que no se va sin antes recordarnos que los derechos que gozamos hoy en día la comunidad LGBTQ se los debemos a las mujeres trans que lucharon y dieron la vida por ellos; y José Peralta ruge como la mean girl del trío, inmadura, cruel y divertida, que cuando se sube en un tacón gigante encima del camión a lipsyncear La Traviata se roba la mejor escena de toda la obra.
Y no están solas. Ervey Ortegón tiene sólo un momento como el sombrerudo Víctor y es como si hubiera nacido en esas botas para interpretarlo, mientras Danito Lasso es sexy y explosivo como Latina Turner con What’s Love Got To Do With It donde es poseído por una Tina Turner que es fuego en escena, y Sofi Rodche se vuelve sin duda la más memorable con una Cynthia de acento gringo y un bizarro talento para lanzar pelotitas de ping pong desde…digamos el calzón que deja a más de uno con la boca abierta.
Pero seamos honestos. El personaje más increíble de todo Priscilla, Reina Del Desierto es el vestuario. Creativo, camp y absurdo reúne lo mejor del drag en una obra, un arte que mal-entendemos como sexualizado, pero que en realidad también es plástico, expresivco, ridículo, comedioso y, por supuesto, disidente. Desde el momento en que las Divas salen con tocados en forma de la Torre Latino, el Ángel y la Diana, es claro que Giselle Sandiel y Valencia Gonzaga hicieron su tarea y nos tienen preparado un festín. Y en efecto el banquete jamás se detiene: impermeables de silueta improbable para It’s Raining Men, coletas que se arrancan de la cabeza para convertirse en pompones, gigantescas pelucas como arbustos en forma de corazón, y todo un desfile de temas mexicanos entre cáctus y xolos para un cierre de fantasía queer que no viene a pedir disculpas, pero a declararse legendario, Priscilla podría terminar temporada para colgar cada look en un Museo de la diversidad. Y se merecería el espacio.
Y, claro, el mismo camión, que empieza como microbús de cuarta, para pintarse de lavanda y otros tantos colores en pixeles de luz, hueco de un costado como cajita de Polly Pocket, sobre un giratorio que le permite rodar en escena, icónico desde los 90, no pierde su tono entrañable que acompaña a estas tres drag queens en un viaje de autodescubrimiento, pero sobre todo, desmadre. Del bueno. Del que termina en besos de tres y shots de ombligo. Porque al final, Priscilla, Reina del Desierto celebra precisamente eso, la capacidad de una comunidad por tanto tiempo oculta en las sombras, de salir a armar un fiestón desde el lugar más visible, con gritos, vitoreos, splits y sin parasoles. Con Madonna y en tacones.