Rosy es la Robin Hood de la cocina, una mujer que toma lo que claramente le sobra a su patrona fifí para poder alimentar a los niños de una escuela que no tienen ni para frijoles aguados, ¿pero qué pasa si la cachan, y qué pasa si el fin no justifica los medios? La comedia de Cecilia Ripoll en Foro Lucerna suelta carcajadas y asesta golpes de realidad que como pinole se quedan en la boca un rato y no son cosa fácil de tragar.
Rosy es una verdadera heroína. No de ésas «buenitas» con súper poderes o pretenciones de hacer el bien sin ganas de ensuciarse las manos. Rosy es la heroína que sabe que para solucionar uno tiene que meter las manos al lodo, porque en un país como México no queda de otra (aunque la obra originalmente sucede en Brasil, de donde es Cecilia Ripoll, la dramaturga).
En un cuadtrilátero a dos frentes con páneles que abren como puertas y ventanas, Rosy nos recibe para dejar claro que su trabajo y la atención a los niños que están a su cargo no los toma ni tantito a juego. Trabaja en una escuela pública como cocinera y ella mejor que nadie sabe que el presupuesto que el gobierno destina a que los alumnos estén bien nutridos es paupérrimo. La frustración le hierve la sangre cada que uno de los niños que se ha quedado con hambre pregunta, «¿Puedo repetir?» y la respuesta es no, no alcanza para todos.
Como segundo trabajo, los fines de semana ayuda como cocinera en casa de una señora pudiente involucrada en la política, donde los comilones son tan grandes y fastuosos que se acaba desperdiciando la mitad de la comida. A la casa de su patrona se lleva a su hija, María Eugenia, a escondidas, a la que le pide que se encierre y no se de a notar; y al que cuida en su lugar es a Toñito, el hijo de la familia que sufre de asma y requiere atención especial, cosa que María Eugenia simplemente no entiende y la hace sentir relegada.
Cuando por corajes de María Eugenia, que se la vive al borde de iniciar su propia revolución, Rosy cae en cuenta que toda esa comida en casa de su patrona que sobra y nadie realmente revisa puede ser usada para beneficio de los niños, mamá e hija empiezan a cargar con bolsas y bolsas de alimentos a la escuela, donde los alumnos pasan de vivir hambreados a comer salmón, pastel y, vaya, un buffet, manjares que no pasan desapercibidos ante el ratoncito miedoso y escurridizo que funje como director del plantel.
A pesar de que el meollo de la trama es este robar a los ricos para regalar a los pobres que conocemos tan bien, y que carga con sus propios cuestionamientos morales, el corazón de la historia lo llevan María Eugenia y Toñito. Ambos niños representan dos lados de una misma moneda, divertidamente interpretados por una increíblemente confrontativa Teté Espinoza y un intimidado Antón Araiza. La realidad de un país vs el mínimo porcentaje de privilegio. Una niña que se ha curtido con el «así son las cosas» que se enfrenta a un pequeño que habla de viajes a Londres como si fueran el pan de cada día para todo mundo. El choque de ambos mundos desde la infancia, la inocencia, la falta de una agenda oculta, pero meras realidades visibles le otorga a Rosy sus mejores momentos, las escenas más memorables y los diálogos más crudos que al ser hablados por niños no tienen otro tinte que no sea el de la sinceridad.
El juego es ciertamente fársico, especialmente cuando llegamos a la escuela y los alumnos son estos niños coreográficos y berrinchudos, armados con pistolas de agua y mucha hambre, casi al estilo de aquellos ilustrados por Roald Dahl en Charlie y la Fábrica de Chocolates; en contrapoisición con el director pelele y nerviosito de la escuela al que prácticamente se le ve que le tiemblan las rodillas, y la patrona de la casa adinerada con este allure de dama de sociedad, la clásica que a la trabajadora del hogar le llama «la nana», «la familia» en un intento condescendiente de no presentarse como capataz.
Pero en medio de esa locura bulliciosa es precisamente Conchi León como Rosy la que mantiene un estado de calma. Tal vez, incluso, demasiada calma. Es claro que ella es el concreto donde alrededor hay grava, una isla estóica con una misión y un temple inamovibles, pero en una obra que lleva su nombre se acaba volviendo el personaje menos colorido. Carga a sus espaldas el arco de la trama y sin embargo cuando llega el momento de recordar los mejores momentos del montaje, saltan a la memoria todos los demás, los inquietos y retozones.
Alejandro Velis (director) aprovecha de manera divertida e impredecible los páneles sorpresa en la escenografía de Patricia Gutiérrez, creando estos momentos «picka-a-boo» que aluden al distanciamiento de realidades. Rosy y María Eugenia siempre paradas en suelo firme, mientras los otros parecen de pronto flotar en medio de la nada con los pies lejos de la tierra. Y toma una decisión arriesgada en permitir a sus actores adultos actuar en francos infantilismos, cosa que puede pasar rápidamente de la farsa a la incredulidad, pero que en Rosy se mantienen en el punto correcto de simpatía y convencionalismo. Teté y Antón son adorables incluso cuando están siendo incontrolables.
Para una obra sobre comida, en la que incluso se canta sobre ella constantemente, la comida no tiene realmente presencia en el montaje. La aparición de una cebolla, un pepino o una zanahoria solitos en una bandeja por ahí o por allá, no termina de vaticinar un festín y acaba viéndose pobre. Ahí donde incluso el poster de la obra abre con esta cocina cargada y saboreable, el montaje pierde la oportunidad de ilustrar esa opulencia, ese privilegio a la Be Our Guest en contrapunto con lo raquítico de lo vivido del otro lado. Se queda en palabras donde un visual tenía oportunidad de otorgar fuerza e impacto.
Lo que sí hay es escatología y varia. Y ahí es donde la resolución del conflicto cae en el mismo lugar infantilizado que en las actuaciones funciona tan bien. Una problemática real, en un país donde la pobreza y el hambre no son un chiste, donde las mafias, la corrupción, la falta de atención por parte de las autoridades afecta a un enorme número de la población, en Rosy se soluciona desde la broma escolar, como de película de Mi Pobre Angelito. Un momento divertido, sin duda, pero que para esta Rosy que se ha presentado como volcán dispuesto a vomitar lava para conseguir lo que su gente necesita, se siente como una salida fácil más usada como prank de YouTube que como una postura fulminante.
A pesar de la falta de un KO que le de a Rosy el cierre victorioso que se merece, la obra transita por lugares joviales que mantienen una sonrisa en el público. No es una obra hueca, Cecilia Ripoll tiene algo que decir sobre la clase y la injusticia con ella, pero tampoco es un texto que arremeta como estampida, simpelemente es carismática. Una obra que alegra, que amena con un elenco que es encantador ver en acción, y que al final te quita el hambre… aunque te quede un huequito para el postre.
Rosy se presenta viernes, sábados y domingos en Foro Lucerna.