Trabajada desde el minimalismo y el abrazo a lo gótico por encima de lo chocarrero, el nuevo revival de Sweeney Todd en México, de la mano del director Miguel Septién, construye su propio universo oscuro y rústico, y nos regala potentes voces e interpretaciones feroces que notoriamente fueron talladas con la cuchilla de una navaja bien afilada.
Es curioso que siendo Sweeney Todd una ópera romántica pueda embonar tan bien con el multiverso que Miguel Septién ha creado con su estilo muy único de percibir el género musical. De algún modo, su versión de Sweeney Todd para el Teatro Mián habita de manera perfecta el mismo mundo que Urinetown, Nación Primordial, y vaya, también algo de Argonáutika. Las mesas y sillas de madera, y los vestuarios de tela afligida y emprobrecida donde reinan los corsets y tocados, y el maquillaje que guiña on ojo a la pantomima todo pareciera salirse de esa Sweeney Todd que muchos tenemos en la cabeza para darle lugar a la aguja e hilo de Septién que para lo onírico nunca decepciona.
Su Sweeney Todd no es una producción enorme de gran formato que estalla entre decenas de artistas en escena y una escenografía de dos pisos con andenes y toboganes, que es el modelo que se lleva repitiendo con Sweeney desde el 79, Septién compacta a Sondheim llenándola en su lugar de sombras y sencillos efectos prácticos de visuales emocionantes, y un elenco que hace las veces de ensamble y personaje a la vez que cada que abren la boca para cantar pareciera que hubieran 100 personas armonizando la partituta de Sondheim con una potencia orquestral.
El concepto es claro y se sostiene lejos de la grandilocuencia encontrando su lugar ahí donde las figuras son cuadros, y los intérpretes hacen suyos a los personajes con voz y movimiento, sin necesitar de otra cosa que no sea una caja negra con algunas telas colgadas para crear una brisa de ambiente.
Desterrado de Londres por un juez celoso del amor de su mujer y de la hija que acaba secuestrando como suya, Sweeney Todd regresa décadas después para dar fin a su exilio y buscar venganza entre aquellos que se robaron la vida que le pertenecía. Armado con una navaja de afeitar y acompañado por la fiel y desquiciada Mrs. Lovett, con una predilección por hacer pay de carne humana, Sweeney se convierte en el Barbero Asesino de la Calle Fleet, uno cuya sed de sangre lo ciega ante mucho que sucede frente a sus narices y que lo encamina inevitablemente a la tragedia.
Es Titus Andronicus con Jack el Destripador, con una complejísima partitura de Stephen Sondheim que nos transporta a una Londres decadente donde no pareciera haber más que villanos. Ahí donde la única luz que parece brillar al final del camino es el amor infantil entre Anthony y Johanna, la hija que Sweeney perdió años atrás, y donde la bruma se puede saborear en el paladar. Es en este tipo de oscuridad donde Miguel Septién, ganador de un ACPT por Pillowman, se regodea. A la que mejor provecho le sabe sacar entendiendo además que lo fársico cumple con el propósito macabro, pero tomándoselo lo suficientemente en serio como para no hacer de los personajes un chiste bobalicón.
Flor Benítez (Mrs. Lovett) lo entiende perfectamente y eso la lleva a convertirse en la estrella del show. Hay mucha psicopatía en Mrs. Lovett, un personaje que se presta a crear caricaturas muchas veces cercanas al ridículo o la locura sin ton ni son; pero Flor encuentra en ella ese lugar sombrío donde su oscuridad permanece latente de manera continua, pero su desfachatez asesina la vuelve inevitablemente graciosa para aquellos que sí tenemos filtros. Es una Lady Macbeth en todo el sentido de la palabra, maquiavélica y pragmática, llena de emociones a veces incontrolables, de frustraciones, una vida de pobreza y desesperación que la ha vaciado de principios, necesitada de compañía y comprensión.
Flor Benítez regala matices y es graciosa en los momentos precisos, macabra en su enorme sonrisa como de marioneta, y doliente cuando deja asomar su lado humano. Una cantante brutal que se lleva de manera merecida una avalancha de aplausos con By The Sea, y cuya voz retumba por el Milán de manera lírica llena de interpretación.
Quecho Muñoz como Sweeney Todd tiene un trabajo grande que hacer a su lado. Y pese a que vocalmente demuestra un poderío enorme, se empequeñece rodeado de personalidades enormes. Ahí donde tendríamos que ver rabia, donde Sweeney tendría que imponernos con su mero gesto, su postura, en Quecho hay demasiada calma. Su Mr. T es tímido, no desde lo contenido, pero desde lo poco expresivo y por tanto llamativo, y aún cuando sus momentos cantados cargan con muchísimo potencial, sus manos eternamente cruzadas en el regazo lo alejan de ese depredador enjaulado y misterioso que hace de degollar su alimento, y lo vuelven ecuánime y ligero. Un protagonista que necesita empezar a arder desde la boca del estómago para que así como su voz logra hacer temblar el suelo con peso y densidad, también lo haga su acting.
Las grandes sorpresas del montaje caen en manos de los ingenues. Ervey Ortegón como Anthony canta con una dulzura que ofrece un necesitado respiro a una partitura sombría, y es absurdamente tierno y cariñoso con el marinero enamorado que cayó en sus manos. Un primer rol protagónico para él que toma con ilusión y eso es precisamente lo que nos comparte. Anthony es un personaje que da gusto ver y oír; y de la misma manera, Luisa Cortés como Johanna, lejos de esa imagen de ruiseñor rubio que tenemos taladrada en la cabeza, hace de Johanna algo más que una indefensa criatura. Juega con las posibilidades hambrientas de una adolescente que ha vivido en su torre de marfil lejos de lo real. Y ambos, en sus momentos de ensamble, se lucen vocalmente en complicadas notas y armonías que erizan la piel.
Alumno de Ícaro Teatro, José Grillet como el Alguacil Bamford es inmensamente encantador. Todo un roba momentos. Pero nuevos a la compañía, Andrés Elvira con Pirelli hace magia y se divierte tanto en escena que desde butacas nos tiene más comprados que su tónico para el pelo; Diego Enríquez como Tobías usa esos ojos enormes que tiene para volverse un gatito indomesticable, a veces protector, otras tantas astuto, con una energía muy particular que provoca no querer quitarle la mirada de encima para ver qué va a hacer; y Jimena Parés como la Pordiosera abraza la gesticulación de locura, pero mantiene una voz cantada que no es de este mundo. Escucharla tocar las notas altas y chillonas, que de algún modo Sondheim escribió espectrales, es impactante cada vez. Un elenco elegido a la perfección.
Para poder crear este espacio de juego lúdico, Miguel Septién se recarga en Félix Arroyo en la escenografía e iluminación, Giselle Sandiel en el vestuario, y Maricela Estrada en el maquillaje que retoman detalles y granitos del concepto original que tenemos presente de otros países, pero luego lo modifican para salirse de era y hacia el cuadrilátero de la fantasía. Su Juez Turpin y Alguacil Bamford tienen algo de ese zorro y gato de Pinocchio; mientras la escena, llena de caras blancas y luces de linterna nos lleva hacia relatos de brujas de niños. Nada es forzosamente obvio, las sombras toman un lugar protagónico como lo harían en un cuento de J.M. Barrie, y las texturas nos aterrizan en lo orgánico, donde podemos percibir fuego con sólo un destello anaranjado y podredumbre, suciedad que se puede oler como en carnicería.
Desde la obertura, la orquesta de Dano Coutiño que se acompaña de sonidos incidentales en escena creados por el mismo ensamble, nos sopla un aire de intriga, y Miguel Septién haciendo uso de luz, sombra y corporalidad lo completa para que no hayan pasado ni tres minutos y Sweeney Todd ya nos tenga sentados en su silla. Ingenioso y asertivo, un creador que entiende que Sondheim no requiere majestuosidad, porque su música, sus personajes son el ingrediente esencial, necesita creatividad. Y no hay tamaños para ésa, sólo ganas de buscar y experimentar. Este no es el Sweeney Todd que conoces, pero es del que te vas a encandilar.
Sweeney Todd se presenta viernes, sábados y domingos en el Teatro Milán.