Con Todos Eran Mis Hijos (All My Sons) Arthur Miller hace una dura crítica al capitalismo y el sueño americano; y Diego del Río se aprovecha de la dinámica en el texto para desnudar el montaje de todo truco, y dejar la puesta en escena enteramente en manos de sus actores, que se funden hacia el drama familiar y las ataduras de los roles que jugamos.
Es curioso que a Arthur Miller jamás le tocó ir a la guerra, no por otra cosa, pero por una herida de juventud que le impidió enlistarse; sin embargo en 1941 comienza a escribir All My Sons (Todos Eran Mis Hijos) con la guerra en mente y aquellos que lucraron con ella para hacerse ricos a costa de las vidas de sus propios compatriotas. De jóvenes en su mayoría. Los hijos de muchas madres. Aunque la obra estrenó con éxito varios años después, en el 47, cuando en los 50’s el gobierno estadounidesde comenzó a cazar comunistas, Miller fue llamado a comparecer por este texto en específico y por sus visión política de izquierda.
Todos Eran Mis Hijos era un golpe duro al sueño americano, retratado desde el nido de una familia que viendo primero por el negocio antes que por lo empático, pagan las consecuencias más terribles en un drama digno de tragedia griega. Capitalismo contra lo que nos hace humanos, es lo que All My Sons pone en la balanza, y Diego del Río para su montaje en México se rodea de un excelente elenco para encrudecer el melodrama a partir de esta familia cuya historia llega a la médula.
El hijo mayor de una familia bien posicionada ha desaparecido en la guerra. Aunque han pasado cuatro años de eso, su mamá sigue con la esperanza de verlo atravesar el umbral de su puerta en cualquier momento, y se niega a darlo por muerto. Pero su padre y su hermano llevan años de estar listos para enterrarlo, e incluso han plantado un árbol en el jardín en su memoria.
En la noche que el viento tira el árbol durante una fuerte tormenta, Chris, el hijo menor ha invitado a Ann, novia de su hermano desaparecido, e hija del socio encarcelado de su padre, a pasar unos días en los suburbios con él y su familia para pedirle matrimonio. La llegada de Ann remueve todo tipo de culpas, recuerdos y secretos; especialmente los que incuben al patriarca de la familia, Joe, y a su ex socio acusados durante la guerra de haber despachado desde su taller piezas inservibles de aeronáutica que acabaron con la vida de 21 pilotos gringos.
De tres actos largos, Diego del Río elige montar Todos Eran Mis Hijos sin modernización o ediciones, pero encuentra la manera de dejar su sello característico removiéndolo todo hasta dejar un cuadrilátero prácticamente vacío, y enfocando el entero de la puesta en lo que sus actores son capaces de entregar.
Jugando, como sabemos que hace, al teatro dentro del teatro, Evan Regueira (que interpreta al vecino médico) inicia la obra rompiendo la cuarta pared para ofrecer acotaciones al público que describen vívidamente el jardín en el que va a suceder la acción, y lo único que ofrece como contexto es una rama seca que simboliza el árbol caído, con un par de elementos más, sutiles, pero puntuales. Y de ahí en adelante el tablón de madera a cuatro frentes cobra vida, junto con un par de espacios laterales hacia butacas que Diego usa para asumir el interior de la casa y las casas aledañas.
En su gran mayoría su elenco toma la obra hacia lo teatral, y sin dirigirse hacia un estilo que en los 40’s hubiera funcionado pero hoy se sentiría quemado, sí mantienen alto el vigor y la energía, encabezados por una Arcelia Ramírez (como la mamá) que se desgañita y vulnera desde el dolor de una madre que no está dispuesta a despedirse de su hijo por más de una razón, no sólo la pérdida, pero la culpa y la traición; que coloca alta la vara pidiendo que los demás se entreguen de la forma en la que ella está dispuesta a hacerlo.
Eugenio Rubio (como el hermano de Ann) es de los que acepta el reto y aunque su participación se concentra sólo en el acto dos entra álgido y emotivo como una bala, junto con Fabiola Villalpando, Nicolás Pinto, Angie Bauter y el mismo Evan, que aún teniendo sólo participaciones incidentales hacen frente a ese momentum y mantienen una energía constantemente fresca y dura, cuando la obra lo requiere. Fabiola tiene realmente sólo un momento de drama que se vive en el silencio más que en lo dialogado, y lo que hace a su muy joven edad con miradas y corporalidad es agorzomador y bello, digno de alguien que lleva años sobre las tablas.
Sin duda la dirección de actores es una de las grandes virtudes de Diego del Río, pero en lo que a su familia protagónica incumbe el desnivel es imposible de ocultar. Nadie hace un mal trabajo, y esto es importante mencionarlo, pero es verdad que Gonzalo de Eserarte (el hijo) y Pepe del Río (el papá) trabajan desde el principio con una modulación baja, una eterna voz media o susurrada, apagados frente a los demás que se sienten como focos encencidos, mientras ellos prenden en el espectro de lo tenue.
Hay algo de eso que se acopla a la visión general de la obra. Pepe del Río de algún modo invoca, continuamente sentado en una silla desde donde enfrenta al mundo, la entereza de un Marlon Brando en tiempos de The Godfather, con esa actitud imponente pero tranquila, como agua en calma donde habitan predadores, que tiene sentido para su personaje. Al menos durante los dos primeros actos. Pero para el tercero, Joe no parece cambiado por todo lo que la noche le ha aventado encima. Su porte, su conducta, su pasividad no se han visto tocados, en ningún momento llega a lo reactivo aún cuando lo peor que le ha podido pasar le ha sucedido.
Y Gonzalo, como la voz principal de la historia, el héroe ético pero lastimado, restringe su rango de emociones. Lo emocionado, lo alegre, lo enamorado, lo nervioso, lo idealista, nada de eso resulta visible en su interpretación que sesga a Chris en lo hermético. Es claro, habiendo ido a la guerra y perdido hombres al mando de un batallón, Chris carga con una eterna culpa de sobreviviente, lo cual podría aterrizarlo en lo taciturno, pero incluso desde la melancolía los matices siguen estando ausentes. De modo que para el acto tres, Gonzalo de Esesarte pasa de cero a cien sin realmente permitirnos conocer otros lugares de su Chris que no sean ecuánime o rabioso.
Cosa que inevitablmente arrastra a Ana Guzmán (la novia) que en sus muchas escenas con Gonzalo y Pepe no tiene de otra más que bajar hacia esa energía zumbada y hacer de Ann una mujer poco activa, de voz pequeña. Repito, todo el elenco a su manera tiene algo que otorgarle a Todos Eran Mis Hijos, pero hay unos entregando a manos llenas y otros usando el gotero, y el desequilibrio tonal juega con el ritmo del montaje a veces muy a su favor, y otras cuantas en su contra.
El texto de Arthur Miller, ganador del Tony en su momento, es inteligente y no tiene prisa por llegar a ningún lado. Incluso se podría argumentar que muchos de los roles secundarios hacen poco por avanzar o inferir en la trama principal, pero están escritos para sumar contexto y construir mundo. De ahí que la visión de Diego del Río centrada en personaje por encima de tensión brilla para iluminar mucho más hacia lo que implica ser una madre, un padre, un hijo, las cosas que uno se traga y la cadena de acero que une desde la sangre que Todos Eran Mis Hijos se cuestiona, ¿realmente somos capaces de amputar?
¿Hasta dónde podemos dejar de ver a un padre, a una madre, no sólo como un ideal, pero como una persona, para empezar a horroríficarlos hasta convertirlos en monstruos? ¿Hasta qué punto es válido sacrificar y justificar en nombre del amor y la preocupación por un hijo, aún cuando eso pida de nosotros despojarnos de nuestro lado humano? Diego presiona el dedo sobre aquello familiar que duele y atiza.
Miller le suma a eso cuestionamientos más enfocados en la ambición y la avaricia. Ahí donde es fácil vender el alma por un negocio próspero y actuar en cobardía ante la posibilidad de ruina. Y hace mella en el pensamiento capitalista que de generación en generación se enseña como virtud, como valor de aquel que sabe quién es y qué quiere de la vida. Arthur Miller lo deja muy claro, ése que quiere seguir sus sueños de investigación (o arte, digamos) sin mucha remuneración, el que ha elegido estabilidad por encima de eterno crecimiento, el que no quiere ser parte del negocio familiar porque no le apasiona y prefiere encontrar algo más mínimo que lo llene, ése se enfrenta contra el juicio de un mundo que tacha de fracaso lo que no se puede valuar en moneda.
Es un relato poderoso que en general Diego del Río mantiene neutro en su traducción, a excepción de un par de frases, un «órale», un «bájale tres rayitas» por aquí y por allá que saltan fuera de lugar hacia dichos muy de tiempo presente. Y su idea de jugar con el teatro como un espacio visible donde la ficción no pretender ser algo más que eso, y el espacio escénico es un arenero, claro para la audiencia a la que se le invita a disfrutar de la construcción de castillos de arena, tiene algo ya muy característico de su dirección, y se disfruta como un detalle de fuera de la caja que Diego aporta cada vez, incluso cuando viaja a los clásicos, para sumar visión sin alterar significado. Y eso mantiene vivo y presente su teatro.
Todos Eran Mis Hijos es un drama de época, anclado a un periodo específico de la historia, pero su palabra trasciende barreras temporales para hablarnos hoy y seguramente mañana. Para analizar el núcleo familiar como una estructura con fisuras, y el dinero como bomba de tiempo que tantas veces usamos de pilar para sostener nuestras relaciones más preciadas. Escrita por un hombre que vivió la pérdida de valores en un país que aún hoy presume de la guerra como el mejor de los negocios; y dirigida por otro, uno de los más sensibles de nuestra industria, que entiende que ante toda historia primero está lo humano, que el personaje cobra vida a partir de lo universal que nos conecta a todos y que entendemos como parte de nosotros mismos. Todos Eran Mis Hijos es fibra sensible y atemporal.
Todos Eran Mis Hijos se presenta lunes y martes a las 8pm en el Foro la Gruta del Helénico.