Torch Song no es un término que usemos en México, pero se refiere a aquellas canciones sentimentales que hablan sobre cargar con la llama del amor platónico o no correspondido. Llama con la que tantísimos hombres y mujeres de la comunidad lgbtq+ cargaron por décadas, incapacitados para amar libremente, tantos de ellos negados a aceptar su propia sexualidad, y definitivamente en su mayoría rechazados por el vox populi como anormales o enfermos.
La década de los 70, por supuesto, siendo una especialmente conflictiva, en la que la lucha por los derechos queer apenas comenzaba (estamos hablando de que Stonewall sucedió en 1969), los hombres más valientes comenzaban a asumir su sexualidad públicamente con el terror de ser agredidos y renegados a -probablemente- vivir en soledad, y los dramaturgos como Harvey Fierstein, abiertamente homosexuales, aprovechaban que se acababa de levantar la legislatura que prohibía a las obras con temáticas gay presentarse en teatros, y le daban vuelo a la hilacha con historias provocativas que los más conservadores tachaban de propaganda.
Pese a condiciones poco favorables, Fierstein decidió sanar sus propias heridas escribiendo una trilogía de obras: Torch Song, contando la historia de una drag queen en decadencia, el amor que nunca fue con un hombre bisexual, la pérdida de un ser amado a manos de un crimen de odio y la desgastante batalla con una madre que no lo podía ver como otra cosa que una aberración. Torch Song en su momento duraba unas buenas 4 horas, pero para 2019, el mismo Fierstein hizo una re-edición del texto en el que las primeras dos obras quedaron compactadas en un acto 1, y la tercera se suelta de manera un poco más completa para el acto 2. Y ésa es la que se presenta hoy en día en el Teatro Milán.
La cosa es que el director Alejandro Villalobos no termina de indagar en el contexto de la década y la posición de sus personajes y elige a un elenco en su mayoría muy jóvenes y verdes para los roles que están interpretando, y pese a entregar un producto genuinamente entretenido, no termina de ser ardiente como la llama que Torch Song pretendía encender.
Rogelio Suárez carga con la antorcha. Pese a su corta edad, que definitivamente no es la misma del Arnold original, Rogelio se perfila como una futura estrella. Su acting no es perfecto y tiene momentos donde falsea el llanto en vez de dejar fluir emociones de manera orgánica, pero en general se apropia del escenario desde el segundo uno en el que sale en drag y comienza a ofrecer un monólogo auto menospreciante y desde ese momento te tiene comiendo de su mano.
La neurosis judía y niuyorkina de Arnold queda plasmada de manera veraz por un Rogelio que sabe cómo entregar un diálogo para darle vida. Cuyo fraseo y gestos provocan reacciones inmediatas en la gente y que resulta infinitamente gracioso, un poco al estilo de un personaje de Woody Allen, porque Arnold está escrito desde el humor como mecanismo de defensa. Y si hay algo que Rogelio Suárez maneja hasta dormido es la comedia. Empatizable, ansioso y tierno Rogelio entrega a un protagonista dueño de cada escena.
Pero luego se topa con interacciones no tan sencillas. Su primera y más importante es con Eddie, el hombre quizá gay, quizá bisexual, en una era en la que la bisexualidad era más leyenda urbana que canon aceptado, que es incapaz de formalizar una relación con él por miedo a perder el futuro soñado de una vida heteronormada, fantasía de la época, interpretado por un muy plano Mariano Aguirre.
Un personaje en eterno conflicto entre lo aceptable y el verdadero amor que Mariano realmente nunca logra reflejar. Teniendo en sus manos la dicotomía que tantísimos hombres habrán vivido de manera dolorosa en esa década, el actor se pasea como si nada le estuviera pasando, ni por dentro, ni por fuera. Guapo y encantador porque Eddie debe ser un sueño, Mariano Aguirre no logra dar el siguiente paso para conectar con Arnold, y por tanto sus interacciones con Rogelio son monótonas.
Que no las peores, porque luego Arnold se enfrenta contra Alan, su segundo amor. Un hombre más aceptado como gay, envidioso de su relación con Eddie, polígamo como el buen gay de la época, pero dispuesto a formalizar con Arnold una relación que incluso los lleve a adoptar a un niño del sistema foster, que por alguna extrañísima decisión de casting, es interpretado por Gilberto Esparza, que no sólo retrata como adolescente, pero además no para de comportarse de manera infantil y aniñada, dos detalles que no tienen juego en la relación de dos adultos.
Gilberto grita poca experiencia y le cuesta mucho trabajo entregar sus diálogos de manera honesta, jugando a «jotear» sin realmente entender por qué Alan se comporta como se comporta. Y nuevamente, pese a que Rogelio lucha por cargarlo escalones arriba, su peso no es suficiente para que ambos puedan lucir química y brillantez en el escenario.
De modo que el Acto 1 (ése que es compilación de las primeras dos obras) termina por mecerse como hamaca, a veces divertido y ácido, pero otras tantas ondeando hacia lo bajo con escenas esenciales que se pierden en el abismo de lo entregado a medias. Triste para un texto no sólo legendario, pero brillante. Y un trabajo que Villalobos tuvo que haber trabajado hasta el cansancio con su elenco para nivelarlos antes de darles luz verde con el estreno.
El Acto 2 sin embargo se vive con un aroma vigorizante. Años han pasado, Arnold ha adoptado a un adolescente gay que ahora vive con él, David, Eddie está por divorciarse de Laurel, la mujer que eligió por encima de Arnold, y también está viviendo con él, y los tres se preparan para la llegada de la terrorífica madre judía de Arnold, una viuda de vieja escuela que ha aceptado a regañadientes la homosexualidad de su hijo, pero que la sigue percibiendo como algo que requiere una cura y un poquito de limpieza para desaparecer.
Desde el momento en el que José Peralta (David) y Anahí Allué (la madre) ponen un pie sobre ese escenario la dinámica cambia, la energía se transforma y Torch Song cobra una nueva vida que te mantiene mucho más al filo del asiento hasta el final.
A pesar de su joven edad, Peralta (que conocimos en A Los 13) juega con su personaje sin restricciones, es desparpajado de una manera tan divertida, libre y burdo que es imposible no amarlo desde el segundo uno; y Anahí está ahí para dar un master class de actuación. Cierto que era su oportunidad para trabajar un acento que quizá no le hayamos escuchado antes, porque bien que mal interpretando a un personaje judío se prestaba para que lo hiciera, pero muy a pesar de eso, la actriz malabarea sus diálogos como estacas, como dardos. Y hace gala de absoluta precisión. Provoca risas, molestia, incomodidad e ira y aún así para cuando termina la obra entiendes de dónde viene y resulta imposible juzgarla.
Es prácticamente la única de todo el elenco que se pone a la par de Rogelio y le da a él el pinponeo que durante todo el Acto 1 fue incapaz de encontrar; y sus escenas juntos son maravillosas e hipnóticas. Y más allá de eso, probablemente las más importantes y poderosas de todo el texto. La guerra entre la vieja generación, criada en una era en la que la homosexualidad no era otra cosa que una «condición» de la que se hablara entre suspiros, y la nueva de hombres viviendo la revolución sexual de los 70, cansados de ocultarse y dispuestos a vivir una vida sin tapujos sabiendo que su decisión conlleva sacrificios dolorosísimos.
Y lo más bello es que juntos equilibran momentos verdaderamente hilarantes de los que Susana Alexander podría estar orgullosa, con otros tantos ardientes que se sienten como golpes en el pecho del espectador. La antorcha encendida que ese Torch Song nos prometió desde su título.
El Acto 2 es la razón para ir a ver esta obra, que además finalmente deja un sabor de boca que no es aquél con el que muchos hombres de los 70-80 se quedaron en su momento, abandonados, frágiles y para colmo próximamente asediados por una epidemia cruel, Arnold, a diferencia del mismo Fierstein que en su momento llegó a pensar en el sucidio como única salida, encuentra en la familia elegida su verdadero lugar feliz.
La estética de Torch Song es de las cosas más interesantes de la propuesta. Félix Arroyo utiliza neones y colores rosas, azules y morados, muy adhoc con la década en la cual nació la era disco, mientras que el mismo Alex Villalobos deja la silla de director un momento para construir una escenografía más conceptual que realista, sencilla y mínima pero reflectiva de la psicodelia de la época y la distorsión en la que Arnold parece vivir, que en ocasiones pareciera de un mundo paralelo. El Acto 1 y el 2 mantienen ciertas similitudes visuales, pero si somos honestos, pudieron haber sido aún más congruentes desde aquel lugar conceptual que se nos presenta desde un inicio, y apantalla desde que se abre el telón.
En pleno 2022 Torch Song sigue representando las historias de muchxs. Lxs que aman sin ser correspondidos. Lxs que no pueden formalizar una familia, cierto, fantasía heternormada inclucada por nuestros padres, pero que mucha gente queer aún mantiene entre sus prioridades. Lxs que temen salir del clóset por miedo a perder a su familia, su trabajo, su prestigio y que prefieren refugiarse en lo cómodo del secreto y lo engañoso de la mentira. Lxs que mueren a manos del odio. Ese elenco allá arriba tiene una responsabilidad enorme con un texto que impuso las bases para las historias lgbtq que conocemos hoy en día, y Villalobos aún una más grande de llevarlos con todo el respeto del mundo a darle poder a las palabras del gran Fierstein para que no sólo caigan y reboten, pero peguen y se queden.
Torch Song tiene que arder, por ahora en el Milán hay una llama, pero con el tratamiento correcto, esa obra puede ser un incendio.
Torch Song se presenta los martes a las 20:45 horas en el Teatro Milán hasta el 15 de febrero.