Diego del Río da nueva vida a Un Tranvía Llamado Deseo resignificando a algunos personajes, vaciando el espacio para jugar con el abstracto, pero llenando la escena para crear el ambiente estridente e invasivo de la casa Kowalski y el ruido, a veces música, dentro de Blanche DuBois, para entregar un clásico de Tennessee Williams que se siente todo menos clásico, como una primera mirada a un texto que hemos leído tantas veces y pareciera que lo estamos conociendo por primera vez.
Como buen montaje de Diego del Río, llegar a Un Tranvía Llamado Deseo implica enfrentarte desde el segundo uno con un espacio inesperado. Enteramente teatral. En este caso un escenario elevado, una tarima vacía de madera, y tres parrillas de luces cenitales que eventualmente serán usada para dar nuevas formas a ese lugar que desde el hueco se llena de posibilidades. Y tres frentes, dos de ellos casi encima de la acción de manera inmersiva. Un abstracto que se energiza con potencial desde mucho antes de la tercera llamada.
Nueva Orleans cobra vida en el aire, en la nada. El duplex de Stella y Stanley, de manera brillante, consigue retratar claros espacios desde la aulsión. Diego nos regala un segundo piso, un pórtico, una cortina que divide el cuarto de Blanche DuBois, su famosa tina, todo y nada está presente. Mientras su atmósfera sonírica se recarga de densidad: golpes, gritos, conversaciones, música, sílbidos, una cacofonía en tres sesenta con el uso del lugar a tres frentes que llena de vida un universo demasiado lleno de ruido, de recuerdos, de intrusos.
La trama se replica. Blanche llega huyendo de su perdida plantación, Belle Reve, a casa de su hermana menor, Stella, para encontrarla mucho más empobrecida y corriente de lo que su fina autopercepción le permite aplaudir como el cuchitril que por el verano (y quién sabe cuánto más) será su refugio, ahora que ha perdido casa y trabajo. Llega cargando un baúl de vestidos caros, papeles y recuerdos, y más importante aún, llega cargada de secretos y mentiras, de máscaras que le permiten ocultar quién era ella en su pueblo natal, una mujer mucho menos dama de lo que su hermana conoce, y ella misma acepta.
Pero Stanley Kowalski, el esposo de ascendencia polaca de Stella, de brutas y agresivas maneras, ve rápidamente a través de ella, y negado a sentirse estafado por una mujer que es muchas cosas, pero rara vez frontal, decide empezar una guerra con ella, rompiendo máscara tras máscara en el suelo, confrontativa y violentamente hasta arrinconar a Blanche, que se niega a romper personaje, hasta que el antagonismo los lleva a un punto de quiebre que no puede sino acabar en franca locura.
Diego del Río hace ruido con la violencia desde el primer instante. Blanche DuBois (Marina de Tavira) avienta su pesado baúl desde las escaleras del Teatro Julio Castillo para finalmente arribar a la casa después de haber tomado el tranvía llamado deseo para exponer primordialmente que su baúl es frágil, develando instantáneamente que lo que sale de su boca es sólo verdadero cuando le conviene, y un discurso manipulado el resto del tiempo, que es casi todo el tiempo. Y desde ese momento los golpes, azotones, gritos y susurros se vuelven parte de este ambiente intenso, que se ensucia además con literal basura, objetos, pedazos de pastel, fichas, ropa que van siendo lanzados al suelo para hacer de este hogar un espacio inhabitable. Inhóspito, especialmente pero no únicamente, para Blanche.
Y todos en el elenco se transforman en ensamble. En esa masa de gente y estridencia que son repelente para Blanche y su primer y más infame engaño, hacia ella misma, que es mujer de alcurnia, dama de finas maneras y superioridad moral. De pronto suavizado por música, a veces original (de la genial mente de Andrés Penella, que hace un fabuloso trabajo de musicalizar el ambiente), de pronto Etta James en la voz de Diego Medel, y más contundemente La Varsoviana que lleva a Blanche al frenesí y delirio desde sus más perturbantes recuerdos.
Diego del Río propone un par de cambios -algunos más fortuitos que otros- al texto original de Tennessee Williams, y les da a las hermanas DeBois personalidades más arrebatadas. La sumisión de Stella (Astrid Mariel) se diluye para ofrecerle más seguridad, mayor amparo. Stella es vulnerable desde su embarazo y la fragilidad de un cuerpo que se ve chiquito, pero no lo es en espíritu, en coraje, cosa que funciona y pesa aún más cuando después de ser golpeada por Stanley, reaparece satisfecha luego de una relación sexual cargada de perdón, comiendo una manzana y aceptando de manera cínica que ésa es la vida que escogió sin arrepentimientos. Sexy, recargada contra el ensamble, cómplice en toxicidad.
Astrid Mariel pasa por una serie de emociones y matices que vuelven a su Stella un personaje llamativo, lleno de contradicciones, pero eventualmente el verdadero amor de Blanche, y la actriz cuyo llanto nos rompe en butacas cuando por los demás no somos capaz de sentir sino coraje. Marina de Tavira, como Blanche DuBois, sin embargo, a pesar de una actuación magistral, toma decisiones junto a su director muy contrarias a las que construyen al persona tan patético como tendría que ser. Robándole algo de esencia a partir de una nueva intención mucho más agresiva que no le permite ocultar su amargura, sino escupirla violenta y constantemente con los dientes apretados y rabiosa en cada enunciado.
Un acercamiento que Marina fabrica con virtuosismo, sin duda, pero que en texto la vuelve más cercana a lo violento del mismo Stanley, que a la enmascarada, recatada, pasivo-agresiva y lastimera Blanche. Diego del Río la hace verbalizar lo que originalmente Blanche se niega a decir desde falsa modestia y el recato, y en hacerlo rompe con aquello que hace de Blanche una sobreviviente, su eterno delirio, su incapacidad de mirar la realidad como un espejo, para volverla demasiado consciente de sus propios espejismos y engaños, y por tanto una villana sin mucha redención, a la par de Kowalski en su capacidad fiera y salvaje.
Sus mejores momentos son sin duda al lado de Alejandro Morales como Mitch, con quien mantiene el juego de las pretenciones, su negación a ser vista bajo una luz dura para ocultar todas sus grietas, y esa Blanche mucho más cercana a la original de Williams. Y Alejandro Morales a su lado brilla con ternura y simpatía. Torpe como enamorado y con mamitis, el actor consigue hacer del arrabalero Mitch un pretendiente entrañable y bello, lo suficiente para que sea él mismo el que luego pueda realmente terminar de llevar flores para los muertes, cuando achicharra al caballero que le ha presentado a Blanche desde el principio, para mostrar una cara herida y cruel justo cuando ella está más vulnerable.
Rodrigo Virago como Kowalski es la estocada final. Un hombre sin duda imponente y furioso que consigue la dualidad que las DuBois perciben de él: lo vulgar y ordinario, junto al encantador deseable, que cuando se muestra como bestia, como ese machito que Tennessee Williams pretendía retratar y criticar, desde sus capacidades misóginas y su disfraz de seductor, en el fondo un animal violento, tiembla la escena y se enciende el aire. Un actor nacido para interpretar a Stanley Kowalski porque le queda como mandado a hacer.
La realidad es que el verdadero protagonista de este montaje es el concepto mismo. Diego del Río se niega a regresar a los lugares que otras Un Tranvía Llamado Deseo han explorado antes que él, y en su búsqueda encuentra nuevas dimensiones, colores diferentes, y preciosos para un texto que se ha montado tantísimas veces, que ya no es sencillo revivir con absoluta frescura y novedad. Y Diego lo consigue. Cierto, de pronto desmembra parte del discurso, pero a cambio le regala otros muchísimos elementos valiosos. Desde la música y hasta el minimalismo escénico. La luz con la que alumbra a Blanche para develarla por quien realmente es, su vestido, que es lencería y Scarlett O’Hara a la vez, la danza con la que entrega a Stella a manos de Stanley luego de una golpiza, Diego del Río hace suya Un Tranvía Llamado Deseo, y bajo su mirada, este viaje a una psicología perversa se siente único. Un regreso a ese director que nos regaló Hermanas y La Gaviota, que sabe hacer con los clásicos, nueva teatralidad que emociona profundamente.