Un lynchiano relato en tres actos, Villamiseria se recarga en la estética Gen-Z y la oscura fantasía de un viaje en ácido que no termina para regalar visuales interesantes e ideas propositivas que hacen lo posible por levantar un texto que no pareciera saber qué quiere contarnos.
Juan José Tagle (co-dirigiendo con Alexis Valdés) regresa al universo de los sueños y la no realidad, después de su muy popular Sueño De Una Noche De Verano, ahora con un texto de Óscar Chapa Ibargüengoitia que, con mucho menos pericia en el arte de lo abstracto, hace un acercamiento al misticismo y lo ilusorio que queda atrapado entre lo David Lynch y un capítulo de Euphoria.
Dividida en tres actos (con dos intermedios), Villamiseria se sitúa en una noche de fiesta donde después de tomar una sustancia experimental, los ahí reunidos quedan atrapados en una neblina de alucinaciones y confrontamientos con el inconsciente al punto en que pierden por completo la realidad.
El problema con el texto es que jamás supera su premisa. Se embotella en un universo de su propia creación para después no saber qué hacer con él. De modo que las escenas se llenan de diálogos con mucha pretención, pero sin mucho fondo, filosofía repleta de aire, interacciones estereotípicas (de dealer-consumidor, de hermano celoso, de falso profeta negociador) y situaciones impertinentes que meramente establecen lo que bien podría ser usado en un futuro -y tiene potencial-, pero a las que jamás se les da seguimiento o conclusión.
Chapa Ibargüengoitia, sin embargo, tiene una buena noción al integrar entre los asistentes a su fiesta a un grupo sui géneris de personalidades coloridísimas que cargan con gran parte de lo que logra que el montaje se vuelva llamativo. Y es ahí donde se asoma el ludicismo de Tagle que hace de esta noche de debacle y decadencia una verdadera fantasía, y la creatividad de un elenco joven pero sumamente capaz de construir un mundo que es en toda medida irreal e irreverente y al mismo tiempo verdadero y cautivante.
La fuerza de Villamiseria no se encuentra en lo que viene a contarnos, pero en que el mínimo de relato se acaba convirtiendo en un pretexto para armar una ensoñación en El Hormiguero donde cada color estalla como M en la lengua, y los sentidos se prenden para experimentar un montaje que pareciera tenerlo todo, desde un hip-hop que pareciera salir de la nada, pasando por una puerta al fondo cargada de energía «más allá», hasta una gallina que revienta en plumas volátiles y un hilo rojo de la vida cortado por unas Moiras que bien podrían ser las brujas de The Craft. El montaje es barroco y excesivo, pero un maximalismo necesario para hacer de los visuales la razón de ser de Villamiseria.
Javier Alán Sáenz en iluminación y escenografía se divierte creando esta distopia Gen-Z con graffitis y neones que chocan y revientan con las varias referencias al arte eclesiástico y más renacentista que de pronto se ve reflejado en la dirección, a veces incluso en el vestuario (de José Manuel Majul) y el trabajo multimedia. Por los ojos entra una Villamiseria con una personalidad vibrante y única, aún si en el acto dos se ve enormemente sacrificada por proyecciones de pronto redundantes e ilustrativas que limitan las posibilidades de iluminación que en otros momentos se nos regalan, y opacan las figuras más significativas que en el fondo se trabajan con el elenco como ensamble.
Tagle y Valdés aciertan con un elenco que en su mayoría viene a vendernos la fantasía desde un lugar cargado de adrenalina. Casio Figueroa asume lo que bien podría ser lo más cercano a un protagónico, con un personaje a la Shinji Ikari atormentado por dudas existencialistas al que logra pulir brillor con el reto de no desaparecer entre un elenco mucho más efervescente (en texto), y salir airoso en su desesperación y encuentro con él mismo.
Rodrigo Olguín, como el patanazo misógino e insensible del grupo de amigos es probablemente el que jala más miradas. Su interpetación villana es un tanque de guerra, imparable e impenetrable, si bien es cierto que está dirigido mucho más en farsa que el resto de sus compañeros, cosa que puede sentirse como un desequilibrio, pero que Olguín transforma en posibilidad. Y entrega a un Santi memorable que entierra en Villamiseria su bandera de conquista. Lucía Tinajero como la amiga esotérica, la que en lo inexplicable ve ángeles, movida por fe y no verdades, es enormemente dulce y carismática, mientras Yayo Villegas trae ligereza y simpatía a un grupo que se cierne más en lo denso.
Fátima Favela, Víctor Villanueva y Luz Olvera son brujas enigmáticas. Una trinidad de pronto inspirada en lo griego, de pronto en lo gótico, lo wiccano, que sí, rayan en el cosplay de The Craft, hasta en vestuario, pero llenan el espacio de un misterio gozoso, y a pesar de sostenerse en una sola nota, su presencia es intrigante. Mientras que Pablo Villegas como el gran dealer del lugar se recarga en el encanto para hacer de su personaje uno peligroso.
Otros miembros del muy joven elenco se notan un poco más verdes, pero dispuestos, y es Mel Fuentes, a quien le toca interpretar a varios personajes, pero principalmente a una entidad demoniaca, un objeto de deseo y tentación, la que de pronto sí tropieza en lugares comunes parodiables y demasiado fársicos, y se derrama por completo de lo que sus compañeros están presentando hacia un lugar de poca credibilidad.
A pesar de ser un proyecto que se llega a percibir como hambriento de experimentación, de la que en realidad hay poca, Villamiseria no pierde el toque de Tagle -y sus colaboradores- que respira vida a lo que en manos menos ingeniosas pudiera haberse deprimido en el sinsentido y la mera búsqueda en potencia sin resolución. Finalmente la obra cae con todo y paracaídas en un lugar interesante, ambicioso y llamativo. No sin sus aironazos de tropiezo, pero eventualmente una experiencia vívida de instantes emocionantes.
Villamiseria se presenta de miércoles a domingo en El Hormiguero.