Abrazando el absurdo de un apocalipsis zombie, culpa de una cadena de comida rápida de hamburguesas con demasiados probióticos, ZM consigue hacer de la clásica invasión de fin de los tiempos una lección sobre el consumo irresponsable capitalista repleta de canciones irreverentes y personajes que incluso en modo supervivencia son más brutos que un muerto viviente cuando de relacionarse desde el amor se trata.
Greg Kotis y Mark Hollmann llevan desde Urinetown previniéndonos de un terrible fin para la humanidad a costa del consumo acelerado de un estilo de vida poco sustentable que no puede sino acabar en desastre. Con Urinetown nos dejaron sin agua y se preguntaron, ¿cómo sería vivir en un mundo donde ni siquiera se puede hacer pipí sin pagar un impuesto?; con Nación Primordial derrocaron el cuidado pero rudimentario sistema de alimentación que tenía un reino de Levaduras al quedarse poco a poco sin comida para después transformarla en caníbales anarquistas con más hambre que recursos, y ahora con ZM le avientan la responsabilidad de la extinción humana a los corporativos, por ejemplo, de comida rápida, y su necesidad competitiva del más es más disfrazado de interés en el bienestar del consumidor, y esta vez se hacen la pregunta, ¿qué si no fuera el hambre, pero el antojo el que finalmente nos destruyera?
Miguel Septién (director) junto con Ícaro Teatro ha hecho de esta trilogía distópica, cómica, pero de pronto no tan esperanzadora, su firma en el teatro mexicano, y ha logrado estampar con un sello muy personal las tres historias a tal grado que Greg Kotis le permitió estrenar ZM en México y bajo su visión un material que jamás había pasado por montaje alguno en ninguna otra parte del mundo. Gran responsabilidad que Septién toma entendiéndolo como una tercera parte de un can Cerbero que no puede sino compartir cuerpo, aún cuando de cabeza sean diferentes.
Bajo el lema de «memento mori», una frase para recordar que aquí nadie somos inmortales y la muerte nos espera a todos tarde o temprano, el universo de ZM nos recibe ya en medio de un apocalípsis zombie, relacionado de manera tangencial con una cadena de comida rápida llamada Chicken Hutt, cuya más reciente y ambiciosa hamburguesa mezcló tantos tipos distintos de carnes, quesos y salsas que es posible o no… que provocaran el ascenso de muertos vivientes hambrientos de cerebros.
En esta ciudad en extinción, un cierto número de supervivientes lucha por llegar a las altas instancias de Chicken Hutt para detener lo que sea que haya provocado el brote, alertar a las autoridades sanitarias pertinentes, y quizá frenar el esparcimiento del virus. Dentro de ellos, Mercy y Barnabas, una pareja de adolescentes cuya no tan inquebrantable relación es puesta a prueba con la pandemia, y la llegada de Lydia Light, nutrióloga y empleada de Chicken Hutt responsable de crear salsas más conscientes de una buena digestión, también niñera de Billie Jr., la hija de nueve años de edad de William Hutt, CEO de Chicken Hutt, que ha sido mordida por los zombies, pero a diferencia de otros, no parece estarse transformando.
Lo que en papel hubiera parecido enormemente ambicioso como para un musical de mediano formato, Miguel Septién logra acotar para crear una población zombie enterita, al mismo tiempo que mantener a un ensamble protagónico igualmente numeroso, y sonar además como si sobre el escenario hubiera un coro de cincuenta. Y lo hace utilizando objetos mundanos, racks con cortinas de plástico, la capacidad de su talentoso elenco para pasar de personaje a zombie número cuatro en cuestión de segundos, y la teatralidad de espacios y viajes temporales que le permiten contar una historia compleja y más cinematográfica que otra cosa dentro de una escena contenida y poco efectista.
De modo que la acción de lo que entendemos como el género de zombies, usualmente caracterizado por la tensión de persecuciones, la inestabilidad de espacios físicos y el terror de lo grotesco que se puede ver un cuerpo vivo en descomposición, disminuye para darle mayor cabida a las interacciones humanas centradas principalmente en el cómo nos relacionamos incluso en el final: un padre con una hija, una tutora con su pupila, una pareja de novios, un grupo de amigos, desconocidos que se atraen, desconocidos que se repelen. Los zombies en ZM son un contexto y a excepción de un número musical (de los mejores de la obra) que sucede dentro de la psique de los muertos vivientes, juegan un rol coreográfico pero no más allá.
De manera ingeniosa y sin necesidad de maquillaje y prostéticos, Miguel Septién hace a sus zombies a partir de caretas representadas por objetos comunes que se pueden mascarizar y otros que se transforman en brazos y manos, de modo que ZM no tiene ese aspecto de terror predecible, pero usa el mundo que habitamos para recordarnos otro horror. El miedo a que al final, seamos nosotros mismos los que labremos nuestro final. Que eso que nos destruya ya cohabite con nostros en apariencia inofensivo y seamos nosotros los que le demos el poder de ser verdugo.
Aún cuando el trabajo de Félix Arroyo (en la iluminación y escenografía de la obra), Giselle Sandiel (en vestuario) y Maricela Estrada (en maquillaje) también mantiene una apariencia sombría y definitivamente post-apocalíptica, ZM es principalmente una comedia fársica. Como en todo producto de Kotis y Hollman la muerte está presente, pero es el absurdo de diálogos, situaciones y canciones el que se sobrepone por encima de lo tétrico para hacer de la puesta un relato irreverente con toda la intención de buscar risas.
Y es ahí donde ZM se queda un paso atrás de sus hermanas, Urinetown y Nación Primordial. Quizá porque se ha probado menos que las otras, quizá porque los zombies tienen menos jugo hilarante, la realidad es que el musical tiene pocos momentos de gracia explosiva y más bien mantiene un tono de comedia estable que no deja de ser simpático, pero no trasciende hacia el oro cómico.
Mercy (Vanessa Bravo) y Barnabas (Alain Peñaloza) se mantienen como los personajes más aterrizados de la puesta. Finalmente héroes convencidos de poder poner fin al apocalípsis zombie, pero menos ridículos que el resto del esamble. Movidos por una historia de amor que vive su gran momento de «veremos» y no parte de la comedia, pero se adueña de la mejor balada de la puesta: Indefinitvamente.
Lydia (Flor Benítez) es la encargada de cargar con el ritmo y la que se mete a la bolsa las más grandes carcajadas. Dueñas del rolling gag más atinado de todo ZM, que gira en torno a su profesión de nutrióloga y un sencillo movimiento del pelo, tiene además los momentos belteados más asombrosos de la obra; pero es su protégé , la pequeña Billie (Gaby Castillejos) la que hace un fenomenal trabajo de transformarse en una niña chiquita, con un personaje construido de manera sólida y contundente, dueña además de los grandes «gasps» de la puesta. Como dupla, ZM termina girando en torno a ellas y su capacidad magnética.
Melissa Cabrera, Andrés Elvira y Jimena Parés los tres reciben divertidos momentos con sus personajes, todos empleados de altos mandos de Chicken Hutt, tan bien logrados que resulta una pena que en realidad su tiempo en escena sea mínimo. Y José Grillet se pone la corona del más entrón al juego del ridículo como Hippy John, un hombre en apariciencia espiritual, en realidad acosador, con un único propósito en mente, repoblar el mundo con su semilla y la mayor cantidad de mujeres que se lo permitan.
Miguel Septién sabe escoger a sus actores y no hay uno solo que esté fuera de sintonía con la visión fársica caricaturizada de su director, si bien el texto favorece a uno más que a otros en su capacidad de creación. Septién retoma algunos elementos, figuras e icónicos fraseos de sus anteriores Urinetown y Nación Primordial, cosa que hace total sentido al momento de crear una trilogía, pero es donde repite herramientas de su muy reciente Sweeney Todd donde pareciera perder consistencia con lo que pertenece sólo a su multiverso Kotis. Marcos con cortinas translúcidas, linternas que forman parte de la iluminación, la penumbra de su escena parecieran venir directo de un diseño que se está filtrando desde una historia ajena. Funcional pero visto y ya no tan extraordinario.
De cierta estridencia, especialmente en números ensambláticos, y con un diseño sonoro que desfavorece el que se entiendan al cien las canciones, ZM brilla mucho más en los momentos uno a uno, las baladas y, para continuar con la tradición de Kotis y Hollmann, los cínicos y también melodramáticos números del villano, siempre colorido y a estas alturas inevitablemente muy Lalo Siqueiros. Y ahí donde uno no ve venir el golpe bobo, su manera de transicionar a flashbacks o sueños haciendo que su ensamble lo vocalice tal cual, por ejemplo, es donde Septién todavía encuentra formas de sorprender y arrancar risotadas imprevistas que demuestran que tanto Nación Primordial como ZM, en las que Ícaro apenas empieza a dejar marca, todavía tienen espacio para crecer, evolucionar y establecerse como lo legandaria que es hoy en día en México Urinetown.
Y en lo que a zombies se refiere, este musical encuentra su nicho en un formato que rara vez se apropia del género, muy a su manera, demostrando que hay teatralidad en todos los tópicos, musicalidad en todos los conceptos, y hambre por esos cerebros capaces de traernos historias nuevas, frescas y arriesgadas, que en el teatro no todo son líneas del coro.