Después de arrasar con los Olivier Awards 2022, te contamos por qué Life of Pi es la obra imperdible del West End.
¿Cómo hacer que el viaje náufrago de 227 días en el Océano Pacífico de un hombre y un tigre de bengala a bordo de una lancha, como metáfora sobre la percepción de la realidad, sea no sólo una buena, pero una gran obra de teatro? El director Max Webster, apoyado por un equipo de creativos innigualables, lo logró con Life of Pi, actualmente presentándose en West End.
Seguramente a estas alturas ya escuchaste sobre cómo este año, Life of Pi arrasó en los Olivier Awards (llamémosles, los Tony de la Gran Bretaña) llevándose premios a Mejor Obra, Mejor Actor, Mejor Diseño de Escenografía, Mejor Diseño de Iluminación, y una belleza de estatuilla otorgada a siete personas como Mejor Actor de Reparto por realizar la compleja tarea de dar vida al tigre Richard Parker. Y seguramente tienes muchas dudas del montaje.
Yo también las tenía, especialmente cuando entré al Wyndham Theatre, un recinto pequeño en Londres, para descubrir sobre un escenario bastante cercano a las butacas del público, una mera cama de hospital, rodeada de paredes blancas.
¿Cómo van a transformar esto en el Océano Pacífico?, dudé, ¿cómo en un zoológico?
Life of Pi es quizá mejor conocida por la película de 2012 de Ang Lee, pero antes de la película existió la novela de Yann Martel, mucho más espiritual y metafísica que cualquiera de sus adaptaciones, y es de ésta directamente que nace la obra de teatro.
Al igual que en la película, en la puesta en escena, la historia de Pi está contada a manera de flashback, pero a diferencia de la película, en ésta Pi se encuentra en un hospital en México cuando es visitado por dos oficiales del Ministerio Japonés de Transporte, y es a ellos a quienes Pi relata su mágica tragedia. Hiran Abeysekera sale de debajo de la cama. La misma que vemos desde antes del inicio de la obra ya montada sobre el escenario del Wyndham. No como un efecto visual, sólo está escondido, negado a ver gente después de 227 días en el mar.
Y desde que sale enamora. Hiran tiene una manera de abordar a Pi desde la inocencia y lo juguetón, de forma que a pesar de haber pasado por un reciente naufragio, Pi es enormemente carismático. En cuanto comienza su relato, el viaje al pasado, la magia teatrera cobra vida de una forma que no veía suceder desde The Lion King de Julie Taymor. Excepto que esta vez los creativos usados por Webster para convertir su escenario en un franco reino animal son Nick Barnes y Finn Caldwell, encargados de diseñar a las marionetas, y Tim Hatley, el hombre detrás de la escenografía.
El primer momento de impacto se lo lleva la cabeza de una jirafa, que se asoma por lo que segundos antes eran las paredes de un hospital y es nuestro primer encuentro con el pasado de Pi (realmente llamado Piscine Molitor). Una brutalidad de marioneta, cuyo cuerpo no alcanzamos a ver pero cuya enorme cabeza flota a varios metros del escenario como si estuviera asomándose desde una ventana, comiendo hojitas de algún árbol que no vemos, pero sí percibimos.
El ensamble de siete, que durante toda la obra hacen la parte de diversos personajes y marioneteros de varios puppets a la vez, entran para comenzar a mover la escenografía, y con piezas de rejilla que van armando como una especie de rompecabezas, convierten el previo hospital en las distintas jaulas del zoológico en el que Pi y sus hermanos crecieron. Cosa que da pie a que una cabra, una hiena, una cebra, un orangután y otros animales aparezcan manejados por este ensamble que logra darles vida de una manera excepcional, sin realmente molestarse por ocultar el truco, cosa que hace de su trabajo algo magníficamente teatral, y permite apreciar la belleza artesanal de las marionetas detalladas hasta la musculatura, que en cuestión de segundos te tienen viviendo una fantasía en la que deja de importar quién es el muñeco y quién el ventrílocuo.
En Broadway se necesitaba a 13 personas para operar al gigante King Kong en el musical del mismo nombre. Richard Parker requiere de un lomo, un corazón y una cabeza, tres personas, para conseguir el mismo efecto de impacto e imponencia desde el momento en el que toma el escenario para enseñarle a Pi la lección del ciclo de la vida. El gran tigre de bengala llega al zoológico para comerse a la cabra mascota de la familia, y en ese momento, Pi aprende que no se debe meter con él.
Max Webster no es ajeno a este tipo de trabajo marionetero; de hecho poco a poco se ha ido convirtiendo en una firma para él. En obras como The Lorax y James And The Giant Peach ya había dirigido a personajes del estilo, de una forma más infantil; y con la ópera La Boheme y obras como Orlando había demostrado su afecto por los visuales lúdicos. Pero con Life of Pi tira el Wyndham por la ventana.
No es spoiler para nadie que conozca el libro o la película, que el punto cúspide de la historia llega cuando el padre de Pi decide vender el zoológico y huir de una India en estado de emergencia a Canadá; y en el camino en barco quedan atrapados por una tormenta que termina por hundirlos, dejando a Pi como único sobreviviente del accidente encima de una balsa sin agua y sin comida, acompañado por unos cuántos animales que tuvieron la fortuna de treparse a la lancha antes de morir ahogados.
Si el zoológico ya había sido suficientemente impresionante, el hundimiento del barco es una cosa de una espectacularidad visual y auditiva, que mezcla todo tipo de técnicas para dar inmersión a una audiencia que se siente en medio de un revoltoso mar en mitad de la nada. La escenografía de madera, ayudada por un giratorio que en momentos por venir se convierte en la herramienta esencial de la obra, y una serie de proyecciones y juegos de luz que dan vida a las aguas del océano y los truenos, mientras el enamble mueve objetos y marionetas por doquier, te llevan a una escena de acción como ninguna. Que por si fuera poco en un parpadeo regresa a ser el hospital de la primera escena, con Pi sentado en una cama como si nada. Un trabajo preciso e ilusorio que no puede sino cautivar.
El resto de la obra sucede a bordo de la lancha, un mecánico de madera del tamaño entero del giratorio, al que se le proyecta en el suelo del teatro y sus alrededores imágenes de agua; mientras en otros momentos de efectos mucho más prácticos, como cuando Pi conoce la bioluminiscencia marina, se le ilumina con baritas y focos cargados por el ensamble, haciendo la función de algas marinas que rodean el barquito. Y justo ahí recae lo bello de Life Of Pi. No se apoya en efectos visuales digitales para crear su universo. Los usa a su favor y a cuenta gotas, mientras el resto de la fantasía la completa con efectos sencillos pero hermosos, y enteramente actorales y humanos.
Vaya, el momento que le roba al aire al público es tan simple y a la vez tan excitante, que sucede cuando Pi salta de la lancha para sumergirse en el agua. Sumergirse. Desaparecer por completo de escena para reaparecer del otro lado del escenario. Y no necesita de ningún tipo de tecnología de punta, sólo de creatividad y sorpresa.
La historia concluye como la conocemos. Los animales a bordo de la lancha van muriendo uno a uno en una efectiva demostración de la ley darwiniana de supervivencia, hasta que Pi y Richard Parker son los últimos en pie, cosa que lleva a nuestro protagonista a encontrar variadas formas de poder mantener al tigre de bengala a raya, mientras ambos encuentran la manera de permanecer vivos, y construir una especie de complicidad, sino amistad, nacida de la necesidad mutua.
El momento reflexivo, metafísico de la obra llega cuando, después de haber pasado por una isla viva carnívora, cosa que en toda medida suena imposible, Pi en su recolección del pasado pone sobre la mesa la posibilidad de que sus memorias al lado de Richard Parker y el resto de los animales no sean otra cosa sino un mecanismo de defensa, creado por su imaginación para protegerlo de la realidad, que en lugar de animales, pone a otros seres humanos a asesinarse los unos a los otros para sobrevivir, incluyendo a su propia madre. ¿Cuál es la verdadera historia y cuál la mentira? Eso es una cosa que Yann Martel no se molesta por responder. Pero deja la duda al aire, ¿qué es lo que realmente importa, la verdad o lo percibido?
Y de la misma manera la obra termina por darle evidencia a la pregunta en cuestión. Porque eso es precisamente el teatro, ¿no es así? Percepción sobrepuesta por encima de lo verdadero, que aceptamos como realidad absoluta aún sabiendo que todo es constructo. Y que hermosa manera de construir la fantasía que nos llevamos como realidad a casa.
Life of Pi es imperdible. Y si hay dioses del teatro allá arriba, con suerte viajará por el mundo y podrá ser montada y vista en varios países. Porque lo merece. Porque es impactante. Porque es magistral.